Amor complicado: Periodismo y literatura
(Columnas publicadas en noviembre y diciembre 2016 en el Diario de Centroamérica)
Esta semana se celebra el Día del
Periodista en Guatemala, excusa perfecta para tocar la relación, a veces
tormentosa, que tiene el escritor con las salas de redacción.
Desde que existen los periódicos,
muchísimos escritores han trabajado escribiéndolos. No es casual que en América
Latina todos los grandes escritores fueron alguna vez periodistas. Borges,
García Márquez, Fuentes , Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar
y la lista sigue.
En cada una de sus crónicas, aun con la
presión de la hora de cierre, estos maestros de la literatura se comprometieron
como lo hicieron con sus obras decisivas. Y es que no pueden dividirse entre el
escritor que busca la expresión justa durante la noche, y el reportero
indolente que malgasta sus palabras en la sala de redacción durante el día. El
compromiso con la palabra es a tiempo completo.
El ahora famoso nuevo periodismo o
periodismo literario, no es tan nuevo. Tuvo sus primeras semillas aquí en
América hace más de un siglo. En las plumas de José Martí, Manuel Gutiérrez
Nájera y Rubén Darío los lectores de entonces pudieron conocer la realidad bien
contada. Gabriel García Márquez, que tuvo un largo affair con el periodismo, declaró que el reportaje debería ser un
género literario más. Impulsó este tipo de escritura por medio de la Fundación
Nuevo Periodismo Iberoamericana.
Todos los escritores de ficción, a su modo,
son reporteros e investigadores. El aproximarse a la realidad es común en ambos
campos, así como las formas y estructuras narrativas. La literatura ha influido en el periodismo con
la transposición de estructuras y formas narrativas propias del cuento, la
novela o el teatro, que han sido asimiladas dando lugar a géneros narrativos
como el reportaje, la crónica, la entrevista y el perfil.
La diferencia más crítica entre ambos
campos tiene que ver con la ética. En periodismo un solo dato falso desvirtúa a
los datos verídicos. En la ficción, en cambio, un solo dato real bien usado
puede volver verídicas a las criaturas más fantásticas. La norma tiene
injusticias en ambos lados: en periodismo hay que apegarse a la verdad, aunque
nadie la crea, y en cambio en la literatura se puede inventar todo, siempre que
el autor sea capaz de hacerlo creer como si fuera cierto.
Ejercer el periodismo le aporta al escritor
disciplina y humildad pues es un trabajo duro que no siempre es reconocido ni
bien remunerado. También le ayuda estar en contacto con esa realidad que existe
más allá de su escritorio.
Escribir es como desnudarse ante todos
Cuando se nace para hacer algo, existe un
llamado muy fuerte que no se puede ignorar. Este es un aspecto bastante subjetivo de la
carrera de cualquier artista.
Desde muy pequeña supe que me gustaba
escribir, pero creía que era un sueño dedicarme a eso para vivir. Sobre todo
con el poco apoyo de profesores, amigos y familia que no comprendían por qué
querría dedicarme a algo que “no da dinero”. Llegué a pensar que estaba loca
por querer dedicarme a algo que los demás consideraban “descabellado”. Sin
embargo, nada me hace más feliz que escribir, hubiera sido muy desdichada si
hubiera escuchado a los demás.
Por esa razón me ilusionó mucho ser parte
de un proyecto para crear libros de textos donde se explica a adolescentes detalles
sobre el oficio de escribir y animarlos a hacerlo. Un trabajo fascinante y muy
complejo pero importante. En definitiva, hay que incentivar a los futuros
escritores desde niños, darles herramientas y dejarlos crear.
Para mí la falta de apoyo no se acabó en el
colegio. Cuando llegué a la universidad y conocí a mis doctos profesores me
preguntaba ¿por qué ellos no estaban escribiendo y publicando? Si tenían ideas
geniales, dominaban la lengua de Cervantes y conocían las características de la buena escritura.
Pronto me di cuenta que precisamente por
eso no lo hacían. O por lo menos no se atrevían a publicar aunque escribieran.
¿Por qué? Pues porque sus estándares de calidad y sus influencias eran elevadísimos.
Vi muchas veces su sonrisa de ternura
cuando sus alumnos, ingenuos recién iniciados en las letras, les decíamos que
estábamos escribiendo. Claro, ninguno nos atrevimos a enseñarles los textos
porque nos medirían con la misma vara que a García Lorca o a Borges.
Como decía Marco Antonio Flores, muchos
eruditos tienen a la literatura en una torre de marfil idolatrada, no le han
perdido el respeto. La aman pero le temen.
De esta experiencia de escribir para
adolescentes me quedó la inquietud de alguna vez hablarles con franqueza a los
escritores más jóvenes. Decirles que además de perderle el miedo a la
literatura, para poder publicar yo me animé a escribir desde el fondo de mis
tripas. Aunque usando toda la corrección lingüística, saqué demonios que vivían
dentro de mí a puros escupitajos. Me expuse como quien dice desnuda frente a
todos, sin pudor.
Les diría que esto podría parecer
aterrador, pero que en realidad es una catarsis que nos hace más humanos.
Los buenos personajes son como hijos rebeldes y caprichosos
Hay personajes literarios que llegamos a
amar o a odiar. Nos arrancan las lágrimas, suspiros y también maldiciones.
Llegamos a extrañarlos y se quedan en nuestra memoria por siempre.
Lograr esto conlleva para el escritor un
arduo trabajo que es la vez fascinante. Al ser literalmente, su creador, se
convierte en su padre o madre. Les da los genes y la sangre, pero ellos tienen
su libre albedrío. Quien escribe cree que su historia será de determinada
manera, pero ellos suelen rebelarse y se van por donde quieren. Son hijos
caprichosos.
Los escritores de ficción pueden llegar a ser progenitores
de diversos tipos de personajes. Algunos se parecen muchos a ellos, otros son
sus opuestos o alter egos. Sin embargo, todos llevan en ellos algo heredado de
manera intencional o inconsciente.
Deben responder a profundas motivaciones
que pueden ser compartidas con personas de todo tipo, en cualquier lugar y
época. Por eso un personaje bien construido se vuelve universal y atemporal. En
su gran mayoría son seres imperfectos, atormentados y que van en busca de algo.
Cada escritor suele impregnarlos de algo que para él es importante.
Por ejemplo, como muchos yo le temo a la
locura. Miedo a de repente perder la razón, salirme de mí, ser otra, una mujer
demencial. Por eso tengo tendencia a hacer que los personajes enfrenten todo
eso por mí. Los saco de mi lado más oscuro, engendrados y alimentados con mis
más sombríos pensamientos.
Como suelen se mujeres, yo las llamo “mis
locas”. También admiro a las locas de otros, esas mujeres que cometen actos de
locura (que no de maldad). En literatura se me ocurren Yocasta, Madame Bovary,
Mrs. Dalloway, la Maga. En el cine también hay muchas otras.
Puedo mencionar a tres que me fascinan por
ser personajes bien construidos. Laura Brown, una ama de casa en la película The
hours (basada en la novela de Michael Cuningham) joven y embarazada, en los
años 50s no encuentra otra salida a su aburrida vida que intentar suicidarse
con todo y el bebé en su vientre. La otra es April Wheeler de Revolutionary
Road, de Sam Mendes. Una mujer que ve poco a poco derrumbarse sus sueños,
enclaustrada en su linda casa de suburbio.
La tercera es Jasmine, protagonista de la
cinta de Woody Allen Blue Jasmine. Personaje fascinante, decadente y que va
perdiendo la razón ante nuestros ojos. La viuda de un corrupto que luego de
vivir con lujos por muchos años no se acostumbra a ser pobre.
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