sábado, 25 de octubre de 2008

Mi humilde opinión acerca de Gasolina


Soy algo rara. Tengo mis manías. Cuando algo me gusta (una canción, un libro, una película, una prenda de vestir) lo guardo para que me siga gustando. Mis canciones favoritas (Sola, Plush, Far behind, Smack my bitch up, por ejemplo) las escucho en ocasiones especiales. Se gastan.
Por esa misma razón no he visto de nuevo Natural Born Killers, Dr. Strangelove, El lado oscuro del corazón, Libertarias ó The virgin suicides, por ejemplo.
El escritor y sus fantasmas, luego de tratar de memorizarlo, tampoco lo he vuelto a leer (en parte porque me lo robaron y ya no lo encontré.
Hay algo sublime en la primera vez que entramos en contacto con algo. Esa primera impresión es perdurable. Te fijas en el conjunto, en las sensaciones que te produce, en la idea global, y no en los detalles, en las fisuras.
De tan extraña práctica, me pasa que me preguntan por determinados pasajes ó frases ó versos, y yo recuerdo todo vagamente. Es como un delicioso sabor de boca que se va borrando poco a poco.
Esta poco elocuente explicación viene a colación por haber visto Gasolina, la película de Julio Hernández, otra vez. Me retorcí de emoción cuando, al presentarla, Julio me agradeció por las lágrimas y alegrías compartidas (nunca esperé estar en su larga lista de agradecimientos).
La primera versión que vi, que según entiendo ya tenía cambios, me gustó mucho más. La película está muy bien, no en vano los premios, pero me hubiera gustado que no le quitara algunas escenas que le daban más coherencia a la historia, la redondeaban como quien dice. Es mi simple y humilde opinión. En especial, el final anterior me gustaba más.
La mayoría de personas la conocerán en una versión más corta, bien planteada y única. No echarán de menos dichas escenas (quizá solamente los actores que aparecían en ellas).
Gasolina es una verdadera obra de arte, la visión del mundo de un verdadero artista.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Esclavitud moderna

Crecí en un barrio donde nadie tenía empleadas domésticas. Luego, como resultado de mi militancia de izquierda y de la lectura de Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, señalé de esclavitud el hecho de tener “sirvienta”.
Ah, pero la vida nos depara insospechadas cosas.
Ingenuamente, la mayoría de modernas mujeres creen que tener un hijo es cosa fácil. Que la vida no cambiará, que podrán seguir siendo las mismas. Ja, ja, ja y más ja.
Como no podía ni quería dejar de trabajar, tenía que decidir qué haría con la criatura durante el día. La guardería era una opción. La otra, tener una niñera en casa.
Me decidí por la segunda porque el pequeño Manuel tenía apenas 3 meses de edad y me daba miedo dejarlo en otro lugar. Además, yo vivía a escasos pasos de mi trabajo, hasta podía ver mi casa por la ventana, y si lo necesitaba, podría ir a ver a mi bebé. Así es que contraté a Margarita (curiosamente recomendada por Margarita Carrera, a quien entrevisté con una panza de 8 meses de embarazo) para que llegara de 8 a 5.
Debo confesar que fue una situación incómoda, no sabía cómo actuar, no sabía cuál era el protocolo o las reglas. De familia indígena que emigró hace muchos años a la capital, Margarita era una mujer con metas, estudiaba los fines de semana. Con una mano mecía la cuna, y con la otra sostenía un libro todo el tiempo. Hacía los deberes mientras Manuel hacía la siesta y salía corriendo el sábado a medio día al instituto.
La verdad a mí me angustiaba pensar que ella pudiera vivir con un sueldo tan bajo. Con su disciplina e inteligencia, pensaba que estaba desperdiciándose en ese trabajo, hasta me sentía culpable.
Margarita cuidaba a Manuel como a un principito, pero hacía los otros quehaceres de mala gana y nunca me ofrecía ni un vaso de agua. Supongo que ella también se sentía mortificada. Yo debía llegar a las 5 en punto o ella se enojaba, y debía suplicarle que se quedara hasta más tarde cuando me mandaban a cubrir algún evento por la noche, que era muy frecuente.
Lejos estaba de ser una patrona abusiva y explotadora. Debido a mi inexperiencia, ella dominaba la situación. Esto llegó a agobiarme.
Por eso, luego de casi un año decidí despedirla. Me aconsejaron que llegara a las 5 de la tarde y que le dijera que al día siguiente ya no llegara. Ya había conseguido a otra muchacha que viviría con nosotros. Llegado el momento, la que lloró fui yo y me dio la impresión que ella sintió como alivio. Le agradecí de todo corazón la forma tan dedicada que cuidó a mi hijito, y le di un sincero abrazo. Ella muy digna también me agradeció y se fue. Espero que pronto se gradúe de perito en algo y consiga un trabajo más acorde con su inteligencia.
La nueva chica, y las cuatro siguientes, no eran como ella. Por ejemplo Elsa era una jovencita de 19 años que nunca había trabajado. Apenas hablaba español, no sabía escribir y medio leía, además no conocía el estilo de vida “capitalino” (no sabía qué era un panqueque ni cómo se preparaba por ejemplo). Tenía un montón de hermanos en su pueblo, remota aldea a la cual se llegaba a pie, a quienes debía ayudar a mantener.
Elsa, por lo tanto, estaba agradecida de que se le diera la oportunidad de tener un sueldo, una oportunidad, una vida productiva. Estudiar era una cosa ajena a su mundo. En su condición, le era casi imposible conseguir otro tipo de empleo.
Sus metas, su cosmovisión, su estilo de vida, eran totalmente diferentes al nuestro. No aspiraba a más que salir el domingo al parque central, comer pollo campero cada quincena y visitar a sus papás cada mes. Aunque no lo crean, la chica era feliz así. Y yo, también. Me empecé a acostumbrar a que me atendieran, a que las cosas estén limpias y ordenadas como por arte de magia, a que alguien haga el trabajo “sucio” (literalmente, como cambiar pañales y lavar baños), mientras yo me dedico a cosas más agradables.
Luego de Elsa llegó otra que también se llamaba Elsa, quien no era indígena. Había tenido una vida muy dura, era una mujer apagada y triste que venía de un asentamiento. No duró ni un mes, me robó unas joyas y la puse de patitas en la calle. No me costó para nada despedirla.
Luego llegó la alegre Edna. Coqueta como ella sola, no era indígena sino más bien una morena de la costa de 21 años. Al ser madre soltera, trabajaba con la ilusión de mandarle dinero a su nena. Me contaba que en su pueblo, otro al que se llegaba luego de caminar por horas, no hay empleos. Trabajar aquí era como un sueño hecho realidad. Toda su felicidad era tener varios enamorados a la vez, hablar por celular y ver la novela por las noches. A pesar de los consejos, estudiar no le llamaba la atención para nada.
Luego llegó Ana, una pesadilla. Ella, tres hermanas más y un hermano (guardia de seguridad) trabajan en la capital para seguir manteniendo a los hermanos más pequeños que siguen viniendo al mundo. Los padres, cuales tiranos, se dedican a recolectar el dinero que estos jóvenes ganan con tanto esfuerzo. Quizá por eso Ana trabajaba sin ganas, odiando cada minuto, odiándonos a nosotros. Luego de 45 días y muchos conflictos, un día decidió ya no regresar a trabajar.
Desde ayer tengo a una nueva, la jovencita Ana María. Cansada de estar cambiando, estoy considerando otras opciones. Sin embargo, casi tres años después, no concibo la vida sin ayuda doméstica. Luego de tener un destartalado apartamento de soltera ahora vivo en una casa “formal”, donde hay miles de cosas que hacer. He llegado al punto en que las horas que no tengo empleada, de 8 a 6 los domingos, me siento desesperada.
Tremendo cambio para una niña pobre de la zona 5.

viernes, 10 de octubre de 2008

Tengo tres capotes


El primero, claro, es el que leo. Es el que me deslumbra con su agilidad narrativa, su ingeniosa forma de describir a las personas, su elegante forma de cotilleo. El que se propuso, y logró, hacer un periodismo diferente.
En general, me bastaban las obras de los escritores para conocerlos. Sobre todo cuando vivieron en siglos pasados, su legado consiste principalmente en su obra.
Pero en tiempos más modernos, muchos también se convirtieron en celebridades de las cuales se sabe más de su vida que de su obra. Capote formó parte de un círculo conformado por gente famosa, por lo que no solamente se dedicó al “chisme”, sino también fue parte de él.
Han llegado a nosotros así innumerables anécdotas en torno a él. Imposible saber si todas las historias son ciertas (como la que me contó José Luis Perdomo el día que probé el vodka), pero todas son fascinantes.
Tenía muchas ganas de ver la película Capote, hace tres años, pues pensé que sería fantástico ver al hombrecillo que tanto me he imaginado hablando y moviéndose. Debo admitir que quizá la anticipación no me dejó disfrutar por completo de la película. Me encantó, claro, la actuación de Philip Seymour Hoffman (uno de mis actores favoritos), tanto, que casi lloré cuando aceptó su merecido Oscar y le agradeció a su mamá, una madre soltera.
Según esta película, Truman era un hombre que jamás perdía la elegancia, siempre nítido con su traje de corbatín y el pelo bien peinado. La voz, aflautada claro, siempre mesurada y elocuente. Un gay reservado, digamos, pero ácido y difícil.
Capote es una película bien hecha, que al estar centrada en la masacre de la familia Clutter y el proceso contra los asesinos, tiene un ambiente sombrío, gris, que contagiaba el horror de semejante crimen. Según me pareció, Truman vio una posibilidad de trascender como escritor gracias a una historia que vio en el periódico, sin imaginar que el proceso sería largo y penoso también para él. Nunca se establece claramente qué tipo de vínculo le une a uno de los asesinos, el de apellido Perry.
Creo que es una joya de aquellas que no entretiene precisamente, que no es fácil de ver, sino que te enfrenta a cierta realidad y permaneces con los músculos tensos esperando que termine. Luego, te quedas pensando largo rato.
Según yo, ese era un retrato acertado de mi admirado chaparro. “Caso cerrado”, pensé.
Sin embargo, un año después salió una película que se basaba exactamente en el mismo período de la vida Capote. Con otro nombre, Infamous, era otra forma de ver el mismo hecho. Vaya confusión, no me cambien el panorama por favor.
No tan famosa como la otra, tuve que esperar a que la pasaran en el cable para verla hace unos días. El actor Toby Jones, muchísimo más parecido físicamente al escritor, nos regala a un simpático gay, no tan planchado que digamos y con una voz escandalosa y chillona con la que anda diciendo indiscreciones a diestra y siniestra. Definitivamente un hombre más mundano y menos intelectual, a punto de caer en la decadencia.
Esta cinta retrata además del proceso de escritura del libro A sangre fría, la frívola actividad social de Capote en Nueva York, con amigas como Diana Vreeland y Babe Paley. Esto le resta solemnidad a la historia, dando a entender a ratos que la compasión e interés del escritor por la historia de los asesinatos era solamente para obtener más información para su libro, y para chismear en fiestas y restaurantes.
Todo cabe dentro de lo posible. Mucho se ha dicho acerca de lo ingratos que somos los periodistas, al fingir muchas cosas (amistad, interés, humildad, sinceridad) con tal de acercarnos a nuestros sujetos, pero una vez terminada la historia, volvemos a ser indiferentes.
Además, dejan bien clarito que entre Perry y Capote hubo una atracción física. Quiero pensar que se basaron en hechos comprobados, y que no se trata de un ardid para hacer más escandalosa la película.
Sin duda, cada persona nos ve de diferente manera. ¿Quién es más fiel? ¿Cuál es el verdadero Capote?
Ante la imposibilidad de saberlo, mejor me quedo con el primero, el que nos guiñe a través de las páginas que escribió. Con ese no hay pierde.