sábado, 16 de agosto de 2014

Un chamán y un alma atormentada

(foto de Morena Pérez Joachín tomada en 2004)

En agosto 2004 mi vida era muy diferente, estaba en una etapa que estaba llegando a su fin. Mi existencia, como la de todos, está compuesta por ciclos que he vivido intensamente. Tanto, que al terminarlos quedo muy cansada, casi destruida. Sabía, a los 32 años, que debía avanzar o moriría.

Parece mentira pero hace 10 años vivíamos de otra manera. No había teléfonos inteligentes con cámara, tampoco se había inventado el Facebook. De ambas cosas me alegro, la mayoría de mis andanzas, glorias y miserias no se hicieron públicas ni quedaron registradas (la foto de arriba me la tomaron en Siglo 21, era para ilustrar una nota de Halloween, por eso los ojos raros).
Lo que lamento es que no hay fotos de ese día de agosto 2004, calculo que fue a finales. Eran épocas de desvelos y parrandas y trabajo duro. Me mandaron al Paraninfo Universitario a hacer unas entrevistas, preparaba un artículo sobre Centros Culturales. Stanley Herrarte y yo fuimos sin muchas ganas, aunque recuerdo que el día era precioso seguramente por la canícula.

Llegando al imponente edificio, muy querido por tantos recuerdos universitarios, me encontré con un singular grupo de personas sentadas en las gradas de la entrada. Estaban vestidos de manta blanca y rodeaban a un sonriente hombre mientras bromeaban y comían unos “panitos”.
Solo me tomó unos segundos reconocer al que estaba en el centro: era Ranferí Aguilar. El mismísimo que había provocado mi primer enamoramiento a los 15 años. El rockstar para mi inalcanzable que me había dado un par de autógrafos y con quien había platicado algunas veces. Pero estaba diferente, su vibra era otra. Ahora parecía una especie de chamán, de guía espiritual, relajado y sonriente calzado con caites. Ahora era el Hacedor de lluvia.

Tenía que hacer mi trabajo, solo me pregunté qué estaba haciendo allí y luego seguí mi camino. Silvia Obregón me recibió amablemente y pasamos un par de horas recolectando información y tomando fotos. Stanley y yo solo queríamos terminar con nuestro trabajo e irnos. Creo que era martes.
Al terminar, Silvia me dijo: “¿Por qué no te quedas? Hay un concierto más tarde”, pregunté de quién era la presentación. “De Ranferí Aguilar” dijo Silvia y empezó a convencerme para que me quedara a oír la música étnica de este talentoso artista. Ella no sabía lo que él significaba para mi.

Stanley se fue, yo me quedé, mi próximo compromiso era hasta las 8 de la noche. Antes del concierto, tuve que esperar dando vueltas por esos corredores antiguos de mi alma mater. Recordando, siempre recordando, por ejemplo cuando en 1994 siendo miembro del Honorable Comité de Huelga estaba en la víspera del desfile bufo e intentaba dormir en una banca, luego descubrí que mi novio de entonces no estaba. Eran como las 4 de la mañana, me levanté y empecé a buscarlo.
Esa noche el edificio y sus alrededores se convertían en un especie de campamento lleno de borrachos gitanos/guerreros que se preparan para salir a la batalla/espectáculo del día siguiente. Algunos cantaban, otros bailaban o ensayaban, algunos jugaban cartas, pocos dormían. En ese tiempo, no sé ahora, cada miembro del “Hono” tenía un guardia personal que lo seguía a todas partes. El mío andaba tras de mis pasos mientras buscaba a mi novio. Finalmente, lo encontramos en un pasillo mal iluminado. Estaba con la sotana negra subida hasta el pecho, el pantalón y ropa interior en las rodillas, y una chica tenía sus piernas alrededor de su cintura. Creo que ni cuenta se dieron que los vimos. Me fui a las gradas de la entrada a llorar, mi acompañante/escolta me consolaba y secaba mis lágrimas con su capucha. Vimos el amanecer sentados en esas gradas.

Esas mismas donde había encontrado de nuevo a mi amor platónico de adolescencia. Esa tarde de 2004 tuve tiempo para pensar en el pasado, en mi presente y preguntarme qué sería de mi futuro. No sabía que al llegar ese día a ese lugar en ese momento estaba cambiando para siempre mi destino.
Llegó la hora del show de Ranferí, me senté en medio del salón y cuando salió el chamán de mis sueños se iluminó el escenario, el Paraninfo y mi vida. Cada refrescante nota intentaba revivirme, como a una flor marchita.

No sé cuánto duró el concierto, para mi no era un tiempo medible en minutos o segundos, sino en sensaciones y pensamientos que fluían a mil por hora. Era como si el muchacho que me había hecho sentir enamorada por primera vez tantos años atrás, había recorrido un camino que lo convertiría en ese hombre que ese día me ofrecía esa fresca lluvia de música y me gustaba aún más. El que me convenía no era el presumido rockero de 1988, el que en realidad estaba destinado para mi era ese artista consumado que sacaba música de todo lo que tocaba, hasta su cuerpo.
Todavía en trance, levitando, sentía algo me trataba traerme de vuelta. Era la vibración de mi celular en el bolsillo que insistía e insistía que regresara a tocar tierra. Era mi cita de esa noche que ya estaba afuera esperando de mal humor. Le contesté y atiné a decir que ya salía. Había pensado esperar al final para hablarle a Ranferí, para ver qué sentiría estrechándole la mano. Pero debía irme y regresar a mi locura. Le dije adiós de lejos, claro, ni cuenta se dio. Yo era una persona más encantada por su arte.

Me fui a mi acostumbrada reunión de música, juegos de mesa, alcohol y otras sustancias con mis amigos, mi familia adoptiva, mi mara. Pero seguía fascinada, recuerdo como si fue ayer que, mientras esperábamos al dealer en la solitaria y silenciosa esquina, le dije a mi amigo: “Hoy vi algo que nunca había visto”, y el conté la experiencia. Él tenía otras cosas en mente, apenas me puso atención.
Pero la suerte estaba echada, en mi se había encendido una llamita de las cenizas de la adolescencia. Ese calor no se detendría hasta volverse una llamarada, después un incendio declarado, que me cambiaría por completo. Como la roza que deja el suelo fértil, a mi me dejaría apta para amar y dar la vida.

De ese día, nació este texto que publiqué en mi columna de Monitor de Siglo Veintiuno una semana después, a finales de agosto 2004 (lo comparto intacto):

Confesiones de una pequeña groupie


Todos tenemos algún episodio oscuro en el pasado del que quisiéramos olvidarnos. En mi caso, antes de andar defendiendo los derechos de las mujeres y amargarme, traté de ser una groupie.
Apenas estaba empezando el secretariado y para mi mejor amiga y para mí, no había nada más importante en el mundo (me sonrojo al recordar) que Alux Nahual. No voy a entrar en detalles de las visitas en sus ensayos, las cartas, los regalos y la poca gratitud de los susodichos. Solo diré que amaba a Ranferí Aguilar como solo puede una quinceañera. Las tripas se me revolvían y dolían cuando lo miraba, y cuando lo oía cantar, a veces lloraba. El, como buena estrella de rock, tenía miedo de mis histerias y me trataba con cautela.

Quince años  después, por cuestiones de trabajo fui al Paraninfo Universitario. Me pidieron que me quedara porque habría una presentación de Ranferí. Un terrible golpe de nostalgia me hizo quedarme.
Se apagaron las luces y apareció vestido todo de blanco con un aire chamanesco. A pesar de su melena canosa y sus amplias entradas, en su rostro hay una vitalidad que le da todavía un aire de juventud. Además, el hombre como que hace sus ejercicios porque en lugar de ser un cuarentón con panza chelera, se mira en óptimas condiciones. Sentada a solas en la oscuridad disfrutaba de nuestro reencuentro, aunque él ni siquiera se imaginaba que se llevaba a cabo. Concentrado en la música de su disco Hacedor de lluvia, se entregaba emocionado a su arte. Yo trataba de adivinar cuántos hijos tiene, si está casado todavía, cómo le hace para envejecer con tanta gracia (suerte que no han tenido los otros aluxes).

Cuando se acercaba el final del concierto, me tentaba la idea de acercarme y decirle “sé que no te acordás de mí, pero hace mil años te amaba con locura”. Una llamada me regresó a mi vida adulta de hoy, le eché una última mirada y su maravillosa sonrisa de hombre bueno iluminaba el escenario. Decidí que no me arrepentía de mi no correspondido amor de adolescente, y le dije en voz alta “hubiéramos sido tan felices…”