domingo, 14 de febrero de 2010


Se rompió el sur

(Como un intento de homenaje a Christian Poveda, quien hizo el documental La vida loca y luego fue asesinado, posteo este ensayo que escribí hace unos años)

Un poco antes de las 9:00 de la mañana del lunes 15 de agosto 2005, en la Comisaría 31 de Escuintla empezó a llevarse a cabo un ataque de la Mara Salvatrucha a la Mara 18, que fue replicado sincronizadamente en cinco centros de detención más. Además de horror, está acción ocasionó incertidumbre.
Los integrantes de las maras se jactan de sostener su palabra, por lo que el pacto de no agresión en las cárceles que habían adquirido unos diez años atrás hacía impensable un ataque de esa magnitud. Las autoridades, penitenciarias, policiacas y ministeriales, aparecieron ante la opinión pública sin poder ocultar su desconcierto ante la situación, pues muchos observadores que conocen el comportamiento de las maras ven con extrañeza lo ocurrido, pues en realidad esta acción no se parece a su forma de proceder hasta la fecha. Mientras iban heridos en las ambulancias rumbo a los hospitales, algunos pandilleros atinaban a decir “esos vatos basura rompieron el sur”. Así una nueva etapa había iniciado, la guerra se había declarado.
Muy diferentes a los demás pacientes de esos hospitales, los jóvenes tatuados permanecían custodiados por la policía en sus camas de hospital, sufriendo no solamente el dolor de sus heridas, sino también la impotencia ante el ataque sufrido. Algunos, que no quisieron decir sus nombres, parecían estar enterados del por qué del ataque, pero aseguraban que de eso no podían hablar. Siempre fieles a su gavilla, prometieron que la Mara 18 vengará las muertes. “Serán los familiares de la mara Salvatrucha los primeros en caer, luego serán ellos”, sentenciaron sin rodeos. La ciudad tembló ante las palabras de estos jóvenes que apenas llegan a los 20 años, pero que en su cara reflejaban la dureza que solo la calle y la marginación pueden otorgar.

Como si fueran novedad
Atrás quedaron los días en que estos grupos reñían a lo video de Michael Jackson, armados de cuchillos y pantalones cortos, sin saldo de muertos ni titulares sensacionalistas. Veintipico de años sirvieron de caldo de cultivo para que nuestra indiferencia convirtiera a esos grupos de jóvenes en estas sanguinarias y mortíferas maras. Catalogados desde sus inicios como una amenaza que se cierne sobre la sociedad, siempre se supo que fue producto de la misma.
En los barrios vimos crecer a sus fundadores. No eran muy diferentes a nosotros, a nuestros primos y hermanos. El Nabo, de la Mara Five, era un niño travieso hijo de una señora que vendía comida cerca de la iglesia de la Palmita. En ese tiempo todos andábamos en lo mismo: la música de los ochentas, los peinados raros, los pantalones “pachuchos”. El Nabo asaltaba sin armas, pero nunca a los conocidos del barrio. Como lo apunta la investigación de la socióloga Deborah Levenson (“Por sí mismos”, Avancso) el Nabo era sólo uno de los patojos que perderían poco a poco la inocencia, dándole lugar al resentimiento. Insertados dentro de una creciente sociedad de consumo, donde de pronto lo más importante eran las cosas que se pueden adquirir, los jóvenes pobres miraban pasar delante de sí todo lo que no podían tener. Muchos optaron por arrebatarlo a quienes, creían, les sobraba y se lo restregaban por la cara. ¿A quién no le robaron un par de zapatos tenis o una chumpa de cuero o unos aretes de oro? En sus inicios, las maras compartían las mismas demandas que los movimientos sociales, pero sin adherirse a ellos.
La respuesta no se hizo esperar. Nació la lucha entre breiks (mareros) y los burgueses (o anti mareros). En esos tiempos, la batalla la ganaban los jóvenes con más posibilidades económicas, los niños bonitos que humillaban y golpeaban a cualquier joven con apariencia de “cholero”. El hijo del panadero de mi barrio perdió sus dientes frontales en una golpiza, sólo porque le gustaba reunirse con sus amigos en una esquina para bailar breik.
El odio fue creciendo, los malvestidos debían agruparse para estar preparados, para recibir con más aplomo los insultos, para identificarse con otros que como ellos sentían que no pertenecían a ningún lugar. Esas esquinas, esos barrios, fueron volviéndose sagrados. Templos modernos del orgullo de ser pobre. La misma palabra “mara” entonces no tenía la connotación de ahora. Decir “mi mara” era decir “mis cuates”, “los que andan conmigo”.
Pero la pobreza perseguía (como hoy) a todos los guatemaltecos, y en las manifestaciones de 1985 estos jóvenes también salieron a manifestarse, pero con más energía, con menos ideologías, dispuestos a todo. Opuestos a los movimientos políticos, pero provenientes de los mismos estratos, fueron bautizados como “mareros” como si aquello fuera un insulto.
La violencia fue en escalada, cada día encontraron una nueva forma de delinquir y de ser jóvenes en un país donde no hay condiciones para serlo.
Cortos de memoria y de planes de gobierno que terminen lo que empiezan, la Guatemala de hoy se enfrenta a las maras como si fuera la primera vez que presenciaran el fenómeno. Olvidan que las pandillas juveniles crecieron desde los años 60s, precedidas por importantes grupos estudiantiles. Tampoco recuerdan que en los inicios de la etapa democrática, en 1987 y 1988, los discursos anti maras lograron apantallar a más de alguno. El Plan Nacional de la Juventud, del partido que estaba en el poder, incluyó a los líderes de las maras de entonces en sus proyectos, usándolos pero sin escucharlos de verdad. En abril de 1988 el gobierno anunció la formación de una comisión especial para estudiar a las maras. Como ahora, los políticos trataron de dar soluciones frente a las cámaras de los medios para ganar protagonismo. El entonces Ministro de Gobernación pidió el Día del Trabajo de ese año que unieran esfuerzos con los Ministerios de Educación, de Cultura y de Trabajo para afrontar el desafío planteado por las maras.
Diecisiete años después, ¿dónde están los resultados de esas iniciativas? Tanta bulla y tanto discurso no sirvió de nada. Como si nunca se hubieran propuesto, tales planes quedaron en eso y hoy se teme a las maras como un enemigo desconocido, olvidando que lo vimos crecer, salió de las más dolorosas entrañas de nuestra ciudad. Además de la negligencia y poca voluntad de los involucrados, también la actitud mojigata y paternalista que se adoptó para enfrentar a las maras fue una ridiculez. Se culpó a la música, a la televisión, a las drogas, al mismo Satanás, se ignoró la pobreza, la marginación, la ignorancia, la falta de oportunidades. En el lugar que debieron ocupar sicólogos, sociólogos, educadores y líderes juveniles, las autoridades de entonces pusieron a líderes religiosos fundamentalistas. Como lo reportó el diario El Gráfico en diciembre de 1987, esto era más fácil y económico, dejando que la “costumbres cristianas” y la sabia voluntad de Dios resolvieran el problema. Mientras los ungidos por el gobierno hacían grandes teatros mágico-religiosos, las huestes de las maras solamente se fortalecían, riéndose a sus espaldas.
Quienes sí estaban escuchando y mostraron verdadera solidaridad fueron las maras “hermanas” de inmigrantes en los Estados Unidos. Lograron lo que pocos movimientos sociales han logrado: unidad, gracias a la constante migración. Tal y como lo anunciara el texto de Levenson, que fue el primer estudio sobre las maras publicado a principios de los 90s, sin atacar las verdaderas raíces del fenómeno, su incipiente solidaridad y conciencia de clase se fue perdiendo. “Las maras tienen un rasgo de ausencia de futuro: no hay duda de que su falta de orientación las deja expuestas a la manipulación. (...) Poco interesadas en los asuntos sociales y relaciones igualitarias, absorbidas por el crimen, las maras irían más allá de un punto sin retorno para volverse centralizadas, antidemocráticas, autoritarias y más violentas”.

Se cumple una profecía
Las actividades de las maras actualmente ya no son juegos de niños, a pesar de las edades de sus miembros. Replicando a los mayores, el 19 de septiembre 2005 los más jóvenes de las maras archirivales, Salvatrucha y 18, llevaron a cabo otra matanza. Mientras los de la MS se disponían a dormir en la correccional de San José Pinula, sus enemigos cercaron el lugar en medio de la oscuridad y entraron a matar con precisión, sin titubear.
En las escenas de la televisión, la cabeza de un joven yacía lejos de su cuerpo. Por ser una noticia de última hora, que no pasó por la edición respectiva, dejó ver crudamente el rostro del occiso, esgrimiendo todavía una mueca de incredulidad. Cierta ingenuidad en su joven rostro quedó petrificada para el festín de los periodistas de la nota roja.
Quizá ahora los respetables ciudadanos, tal vez anti breiks ó discriminadores en su juventud, se lamentan por no haber hecho algo antes de que esto llegara a este nivel. Esta guerra nos afecta a todos, nos pone delante de nuestra cara lo que somos, el resultado de una historia reciente manejada a chapuces y remiendos. Los resentimientos de los jóvenes y sus problemas seguirán buscando cómo manifestarse, nos parezca o no.
Una noche me llamó mi madre alarmada. Me pidió que sintonizara el programa de Marta Susana, pues un primo estaba en el “distinguido” pánel de la rubia. Reconocí de inmediato esos ojos que caracterizan a los Masaya: algo rasgados, con una mezcla de picardía y de desencanto. Mi primo creció en el Barrio el Gallito de nuestros padres y abuelos, yo crecí en la zona 5. En realidad no hay tanta diferencia entre él y yo. Con sus ojos achicados por el rencor y la inconformidad, le dijo a la anfitriona de la televisión que odia a todo el mundo, y que sólo en la mara ha encontrado un hogar. Mi madre casi se desmaya, el público lo abucheó, Marta Susana le dio palabras de lástima. Pero a él no le importaba lo que los demás pensara. Igual odiaríamos todos si nos sintiéramos defraudados, marginados e ignorados. No lo condeno, hasta respeto su convicción, la cual en una manera tuve pero en otros ámbitos, cuando jovencita y apasionada quise cambiar al mundo. No creo que haya tanta diferencia. Si mi primo hubiera tenido la oportunidad, sería otra su historia. Pero no la tuvo, y se cansó de esperar.

martes, 9 de febrero de 2010

Llegó la hora: adiós al cordón


Me veo el ombligo y allí está, envejecido y podrido, mi cordón umbilical. Largo, como la tristeza, llega a esa placenta que ya no me nutre sino que me envenena. Ese pastel de sangre y tripas que antes era tan acogedor, ahora es un pantano que me asfixia.
No importaba que tan lejos me fuera, que alto subiera o que bajo cayera, siempre me llevaba de vuelta a donde mismo, a mis inicios, a mis orígenes, reclamándome por las escapadas, haciéndome sentir mal por mis ganas de volar, por mis ganas de hundirme, por mis deseos de ser diferente. A veces era la cuerda de un cometa, otras la soga al cuello, a veces el hilo de pescar, otras el rastro de sangre que lleva a la cadáver. He tomado la tijera, un escalpelo brillante y mortal, lo estoy blandiendo en el aire, a punto de cortar con todo…


Tengo una difícil relación con mi mamá, desde que tengo memoria. Hoy estoy triste, me siento un hoyo en el alma porque veo que con el paso de los años, en lugar de mejorar, empeora. Supongo que las dos nos volvemos viejas y más neuróticas.
Puedo ser un tigre con otras personas, menos con mi mamá. Puedo mentarme la madre con quién sea, pero con ella bajo la cabeza. Qué tonto suena, pero me duele tanto. Ella es como esa vocecita dentro de mi cabeza que no me deja en paz. Una piedra en mi zapato. Si bien me importa poco lo que digan los demás de mí, sus críticas me hieren como mil puñales.
No dudo que la amo, tampoco que ella me ame a mí. Pero somos tan diferentes, tan dolorosamente opuestas. Me duele que nunca hayamos podido llevarnos bien, que solo nos hayamos soportado por todos estos años.
Lo cierto es que ya me cansé, estoy agotada y harta. Para mí se acabó.