viernes, 30 de abril de 2010

De los egocéntricos


Me gusta practicar la empatía, supongo que así me criaron. Soy “amable” hasta con los extraños, me gusta escuchar las historias de los otros. Me interesan sus problemas, ayudo o aconsejo si puedo y me lo piden. A quienes elijo como amigos, los amo a morir y sus problemas se vuelven míos.
Pero la amistad es una calle de doble vía. Ambas personas deben estar interesadas la una en la otra. Es así. Pero me ha pasado demasiado frecuentemente que me topo con personas para las cuales no existe otra existencia más importante que la de ellas.
Ya saben, de esas que empiezan todas sus intervenciones con la palabra “Yo” o con frases como “En cambio yo…”. Siempre encuentran una manera de llevar la plática hacia ellos. SIEMPRE. Esta bien, hay gente que es más egocéntrica que otra, pero, por favor, debe haber reciprocidad. De lo contrario, no es amistad.
He pasado cientos de horas, miles horas escuchando acerca de novios malos y buenos, trabajos interesantes y horribles, viajes, encuentros sexuales, detalles de compras, sueños, aspiraciones, frustraciones, alegrías, problemas de salud, familiares y legales, hasta sobre la vida y milagros de mascotas.
¿Es que siempre las conversaciones deben ser un confesionario? ¿es que una amistad debe ser como la relación entre paciente y terapeuta? No lo creo, no quiero creerlo. Adoro las conversaciones entre personas adultas, cultas, sofisticadas, donde las cosas fluyen espontáneamente, donde nadie monopoliza la charla, donde uno se nutre, intercambia, se siente escuchado.
Basta ya de esas personas que pueden obsesionarse consigo mismos y sus problemas por días, y cuando uno quiere contar algo (bueno, malo, emocionante, importante), pierden la mirada en el horizonte y simplemente dejar de oír. Se desconectan y ¡hasta bostezan!
No pido mucho, soy más receptora que emisora de verborrea. Quizá por eso he atraído a muchas personas de este tipo. Recuero a uno que tuvo la desfachatez de llamarme para “desahogarse” conmigo el día que murió una de mis amigas más cercanas. Cuando le conté, me preguntó detalles y se despidió. Cuando lo vi llegar al velorio me alegré, pero el muy egoísta en realidad llegó para contarme por ¡horas! que se había peleado por enésima vez con su novia. ¿Y mi dolor, y mi duelo? Todavía se despidió como quien me hizo un favor.
Y así podría contar muchas anécdotas más.
Es por eso que hoy me han dado ganas de volver a ser como fui antes antes antes. Cuando me encerraba por horas a leer y a escribir, cuando salía a caminar a solas, cuando cultivaba más mi interior.

viernes, 23 de abril de 2010

Mis respetos a los poetas


¿Quién no ha leído un verso que casi le para el corazón? Ese que de un golpe de tres o cuatro palabras le pone un mundo en la mente…

Para mí es un como un género mágico y misterioso, al que le tengo respeto y hasta miedo. Escribir narrativa y cualquier tipo de prosa (como esta que publico aquí) es relativamente fácil, natural. En cambio la poesía exige un alma especial, una forma diferente de ver la vida, la capacidad de pasar la realidad por un crisol (a veces sublime, a veces sicodélico, a veces criminal) y traducirla en palabras contundentes.

Aunque pareciera un juego de palabras ingeniosas, no lo es. Ese es, por ejemplo, el triste caso de Ricardo Arjono y otros armadores de frases para las masas. Daría todo el cuerpo de palabras en prosa que he escrito por un solo verso maldito. Así la admiro, así la venero, aunque a veces no la entiendo.

Cuando estudié letras tuve mis problemas para tratar de acercármele y tratar, oh profanadora, de analizarla. No tuve mucho éxito, lo más que hice fue verla como quien contempla, arrobado, una aurora boreal sin tener la más mínima idea del por qué del fenómeno. Apenas tomaba un lapicero y garabateaba ideas inconexas y hasta incoherentes.

Ojalá que todos los que aman la poesía le tuvieran el mismo respeto, sobre todo los que dicen escribirla. Separar líneas de prosa en versos y leerlos con un tono cantadito no es suficiente. Olvidémonos de la rima (esos chirulitos que podían ser maravillosos o cursis), esta bien, también de la métrica (increíble como lograban tal exactitud numérica), ambas cosas son como reliquias de museo ahora en tiempos de libertad al escribir.

Pero ¿qué tal un poco de lenguaje, digamos... ¡poético!? Hasta para decir lo más banal, lo más obvio, lo más sucio, lo más tonto, el poeta encuentra esa forma nueva, única, ingeniosa de decir. Algunos les llaman figuras retóricas, otras genio.

Y el ritmo, o mi dios, el ritmo, no debería faltar. Esa manera de llevar la musicalidad de las palabras hiladas con el alma al oído de quien las recibe fervoroso…

Se nota cuando un poema salió de las tripas de alguien, que lo vio primero en su atormentada mente, que lo vivió en su onírico mundo y luego lo vertió, no, lo vomitó sobre un papel. Es por eso que pocos escriben poesía, y pocos hacen de la buena.

Aplaudo que haya editoriales artesanales, que se publiquen muchos libros, pero espero que haya buenos editores, de esos que conocen la palabra, que son conocedoresy no fans, que saben reconocer un onix dentro de un costal de carbón.
Muchos son excelentes narradores y ensayistas, ¿Por qué insisten en ponerse la chaqueta grande y magnífica y roída de poeta?


Toqué la creación con mi frente.
Sentí la creación en mi alma.
Las olas me llamaron a lo hondo.
Y luego se cerraron las aguas.


Epitafio para la tumba de un poeta, José Hierro

jueves, 8 de abril de 2010

Cerrando círculos: Alma Mater



Hace poco volví a la USAC después de unos cuatro años de ni siquiera pasar cerca, y luego de 10 años de haber terminado mi carrera y 7 de haber renunciado a mi trabajo.
Se graduaba un amigo en la Facultad de Derecho. Cuando me invitaron, de inmediato entré en una especie de frenesí, la USAC y sus círculos representan algo que me cuesta trabajo explicar.

Al llegar me sorprendió ver el mar de carros que inunda el campus desde las puertas principales. No la recordaba así, todavía no eran las 5 de la tarde y no parecía caber ni un monopatín más. Cuando al fin entramos un lugar, porque salió un carro y puse pie en mi alma Mater se me enchinó la piel. Fue raro. Cual Virgilio, conduje a mi Dante entre los vericuetos de los edificios, ahora invadidos por ventas de todo tipo. Todo vino a mí de golpe, sobre todo cuando pasamos enfrente de mi amada Facultad de Humanidades. Quise encontrar las caras conocidas de antes, pero todo es tan diferente, y tan igual.

El rito de graduación, por lo menos el de la USAC, tiene algo de solemne, de antiguo, pero a la vez de campechano y chapín que siempre me conmueve. La USAC es un conjunto complejo de cosas, entre la academia, la política, la extensión, lo estudiantil, lo obrero, lo popular, lo riguroso y lo loco hay un espíritu, para mi, irresistible. Mientras el solemne acto de graduación ocurría, busqué las raíces de ese amorío interminable con esa casa de estudios. La primera vez que fui a una graduación fue hace unos 30 años, siendo una niña. Allí mismo, me nació el ansia de llegar pronto allí. Cuando mi primo terminó de graduarse, entró una estudiantina cantando una canción pegajosa pero desconocida para una niña: La Chalana.

Tener contactos con la USAC en el colegio era algo emocionante. Ya en el secretariado, teníamos amigos universitarios dispuestos a encandilar a ingenuas colegialas gracias a sus palabrejas difíciles. Nos presentaron a Rius, Marx y a Silvio, incluso nos regalaron un purito de mota. Yo conseguí algo más: mi primer libro de Cortázar.
En el colegio, sentía la necesidad de conocer ideas nuevas fuera de los dogmas, la sensación de no pertenecer a ningún lugar.

En esa graduación reciente que les cuento, como a la mayoría de presentes se me llenaron los ojos de lágrimas ante las palabras entrecortadas de nuestro amigo graduando. Pero más cuando el Decano lo felicitó por su emoción, pues así probaba que no solamente graduaban abogados sino también a seres humanos. Como una bella excepción, se permitió que los padres del joven, oriundos de Aguacatán, sin ser graduados le impusieran el bonete al nuevo profesional.

Recordé perfectamente el día que fui a inscribirme, en aquel tiempo se hacía en el Paraninfo, fue una mañana en la que tembló. Mis primeros años en la USAC fueron intermitentes, empecé estudiando letras los sábados y arte dramático de lunes a viernes. Eso fue solamente por un año. Luego de abandonar las tablas, me inscribí en el plan diario pero era difícil llegar a las 5:15 desde donde trabajaba. La vida universitaria se me hacía un poco difícil y accidentada.

Hasta que encontré un trabajo en la misma USAC, entonces me me sentí la chica más feliz del mundo. Así inició el verdadero romance. Empecé a involucrarme realmente en todo y a disfrutarlo plenamente. Mis padres veían como salía de casa a las 7 de la mañana sin saber a qué hora o cómo regresaría (en cuanto a transporte y algunas veces a estado etílico). Recibí muchos regaños y críticas de parte de mi entorno y de amigos ajenos a la USAC, que me absorbía totalmente. Hasta que me fui a vivir sola, a un condominio que quedaba a escasos metros de mi trabajo (podía ver mi oficina desde la ventana de mi dormitorio).

Entonces mi vida transcurría en un radio de acción pequeño. Todo quedaba allí nomasito. A veces, si no me había desvelado claro, salía a correr al bosque Las Ardillitas, luego compraba mi desayuno en la cafetería del M5, luego me iba a trabajar al M1. Por asuntos de trabajo, y de amistades, me movía también entre el M2 y el M3. Si hacía frío, iba a sentarme a la Plaza Oliverio Castañeda de León; si hacía calor, compraba un helado en la caseta que estaba enfrente del S1. Si quería estar sola, caminaba hasta la Facultad de Farmacia o Agronomía, y cuando se me antojaba iba a comer un ceviche en el parqueo de Medicina. Al medio día, si escaseaba el dinero iba a almorzar donde los Chatos, si había un poco más, a donde Danilo.

Por las tardes a veces iba a caminar al Estadio Revolución con unas amigas, sino, a leer a la Biblioteca. A las 5 en punto de la tarde estaba fumando en el peladero del S4, de mi amada Facultad de Humanidades donde esperaba a mis compañeros. Ellos aparecían en carreras, con estrés, pues venían “de afuera”, algo que yo no comprendía muy bien. Luego a clases.

A las 8:30 de la noche, cuando los demás se preocupaban por el tráfico y la inseguridad, yo todavía me quedaba a cenar por allí en alguna caseta, como la que está entre Derecho y "el gallinero". Si no tenía apetito, caminaba con calma y me compraba un elote loco que me comía viendo la televisión.

De martes a viernes, seguro salía algo más tarde. Solo teníamos que salir a la calle y allí nomás estaba el Tarro Dorado, El Tronco, los Chatos, La Chicharronera (La Braserie), y el desaparecido callejón y su excelente oferta de entretención (habían muchos barcitos diferentes para todos los gustos, pero el mejor era Xibalbá). Recuerdo especialmente el 11 de septiembre 2001, que fue un día extraño en la USAC (y supongo que en todos lados). En la noche, ya se sentía como ganas de decir algo diferente a lo políticamente correcto, y poco a poco se fue reuniendo gente en las penumbras de Xibalbá. No era una celebración precisamente, sino que una nerviosa incredulidad ante los ataques a la gran potencia que, según los parroquianos, se los habían buscado por décadas. Esa noche también nació un nuevo bar en el callejón, el Ta-libando, que tuvo su auge en los meses siguientes.

Para las resacas duras, estaba don Mike (creo que así se llamaba), que llegaba por las mañanas a vender sueritos y ceviches bien picantes en la cajuela de su carro. Si me enfermaba, tenía clínicas y farmacia dentro del campus. Prácticamente usaba mi carro y me alejaba del perímetro universitario solamente para ir al supermercado y visitar a mi mamá, cada dos semanas.

Clases, lecturas, conferencias, protestas, reuniones, manifestaciones, amoríos, peleas, amistades, enemistades, adoctrinamientos, fiestas, lutos, alegrías, tristezas, derrotas, victorias, todo en un solo lugar.

Cuando salimos de la graduación, hace unas semanas, me sentí tan ajena a un mundo que era tan mío antes. Ese teléfono público, la cafe, la chiclera, esa banca de concreto, ese arbolito para leer, ese paisaje y bullicio, antes tan cotidianos se sentían ajenos, lejanos.

Tomé del brazo a ese hombre que tanto amo, le sonreí y sentí como si me había acompañado a visitar a un familiar querido al que no veía en mucho tiempo. El estaba algo confundido, su alma mater es otra. Le agradecí la paciencia y caminamos de regreso a mi vida actual. Me sentí feliz de haber tenido un pasado tan rico, pero debo dejarlo atrás. Lo que aprendí allí me hizo la persona que soy, lo cual agradezco. Fueron 10 años maravillosos.

Vivat Academia,
vivant professores.
Vivat membrum quodlibet,
vivant membra quaelibet,
semper sint in flore.

(Viva la Universidad,
vivan los profesores.
Vivan todos y cada uno
de sus miembros,
resplandezcan siempre)

fragmento del Gaudeamus Igitur, himno universitario