viernes, 26 de noviembre de 2010

La sexta


El tema de la sexta y su transformación está en el candelero. Lo curioso es que todos se creen con derecho a decidir qué debería ser esa legendaria arteria. El comercio informal, la municipalidad, los bohemios, los empresarios, los urbanistas, los aplanadores de calles, todos quieren dar su opinión. Que sí, que no, todos contra todos, siempre haciendo gala de nuestras divisiones.

El pasado miércoles 24 de noviembre cientos pusieron pie en esa calle. Aunque algunos vamos regularmente por allí, la vimos con otros ojos. No digamos los que tenían 5, 10, 15, 20 o 30 años de no ir por esos rumbos (o nunca habían ido).
Todos tenían algo que contar. Una amiga casi llora al ver que el Cairo todavía estaba allí, recordó su infancia cuando llegaba con su mamá a comprar bellas telas. Los más viejitos recordaron almacenes lujosos que ya no existen. Los ochentenos casi vieron otra vez sus actividades pubertas en la Plaza Vivar, sus citas en un Burger Shop que ya no existe. Otros más ociosos recordaron esas largas tardes jugando “maquinitas”.

¿Yo? Sentí que algo me faltaba en la cabeza, mi capucha. Por una década recorrí de cabo a rabo esa avenida, varias veces al año, a veces de norte a sur, a veces de sur a norte. La primera vez iba vestida con un hábito religioso acompañando al Rey Feo de mi Facultad. Un cura se asomó por la puerta de la iglesia que está en la 12 calle, me vio con ternura, debí haberle parecido una ishta que no sabía lo que hacía. Me echó la bendición justo antes de volver a cerrar la puerta.

Apenas unos metros después, luego de hacer pintas y gritar improperios en el palacio de la policía (que hedía a mierda), tuvimos que salir corriendo pues los tiras se enojaron. La sotana que llevaba tocaba el suelo y era pesada. Tuve que recogerla hasta la cintura, dejando ver mi coqueta pantaloneta de lona y mis blancas piernas, para poder salir corriendo junto a los demás. Lección aprendida y usada hasta hoy: no más atuendos que dificulten la huída y siempre siempre pero siempre depilarse la piernas.

Cada vez que enfilaba hacia la sexta avenida, ya sea por la 18 calle o por el portal del comercio, se dejaba ver larga y poderosa, brillante y bulliciosa. Poblada por seres maravillosos y auténticos, gente que trabaja duro, mendigos simpáticos, charas legendarios. Gente desamparada que todavía tenía para dar lo poco que tenía a esos patojos malcriados que salíamos a protestar por cualquier cosa.

Muchas muchas veces tuve que pedir permiso para ir el baño a medio desfile o manifestación y nunca me dijeron que no. Nos daban agua, comida, aliento, una carcajada de buena gana. Allí mismo, en esas calles, me enamoré de mi pueblo.
Además de la parada de rigor enfrente de la policía (que hedía a mierda), había que parar en el infame lugar donde acribillaron a Oliverio Castañeda de León, siempre. En medio habían bailes, gritos, abrazos, putazos, huídas y hasta balazos. Paradas técnicas y etílicas en Peñalba, en Bar Europa, en Fu lo sho, en el Portalito.

Llegar al final, deshidratada, insolada, muchas veces borracha, era como terminar una maratón, una carrera, el deporte del sancarlista, del bochinchero, del que está cultivando su conciencia.

Tengo que admitir que ahora, tan linda y aseada ella, me pareció un poco ajena. Claro, ya no la recorro más con el puño en alto, pero pienso en las nuevas generaciones. ¿Querrán pasar como un huracán de consignas y pintas en una calle tan bonita? No sé, hay que esperar a que llegue el desfile de la elección de Rey Feo del año que viene para saberlo.

Para mientras, no puedo dejar ir a visitar a mi vieja amiga. La había tenido abandonada y pasaba saludando de pasada, rumbo a mac o a sus bares aledaños. Ahora la estoy recorriendo de cabo a rabo otra vez. Creo que ella también se está preguntando cuál será su destino, pero mientras muestra su vestido nuevo y sus brillantes rulos.