martes, 31 de marzo de 2015

Mi vecino: el aeropuerto


En la mayoría de países los aeropuertos están lejos de las poblaciones. Llega uno con emoción a la ciudad que espera visitar pero se encuentra con que todavía hay que esperar un poco más, ya que luego de bajar del avión hay que recorrer algunos kilómetros por tierra antes de llegar. Esto puede ser un inconveniente si uno va tarde a algún evento, o simplemente está muy cansado y quiere ir a descansar.

En Guatemala no es así. El Aeropuerto Internacional la Aurora está ubicado dentro de la ciudad capital en una de sus zonas más pobladas, la zona 13. Descender viendo por la ventanilla en esta ciudad es impresionante porque lo que ves a lo lejos poco a poco va tomando forma de casas y edificios, calles y automóviles, árboles, personas. Uno llega a pensar: “hey, eso se está acercando demasiado rápido”.

Te bajas y allí está la ciudad a un paso, casi literalmente. Sin exagerar, una vez hayas tomado tu equipaje y terminado los trámites, en pocos minutos puedes estar en cenando en un buen restaurante, o relajándote en la tina del hotel.

Este Aeropuerto fue inaugurado en 1968 y era muy diferente al actual, principalmente porque el mundo también era diferente. Viajar era todo un acontecimiento, familias completas iban a “dejar” al afortunado a abordar su vuelo. Era un edificio con mucha personalidad, tenía cierto aire a otros edificios emblemáticos de la ciudad, como el Teatro Nacional. Esto se debe, sin duda, a que en ambos diseños estuvo involucrado Efraín Recinos, uno de los más importantes artistas de Guatemala.

En ese entonces, no solo los viajeros podían entrar al Aeropuerto por lo que sus familiares y amigos lo acompañaban en todo el proceso de salida, incluso en los mostradores de las líneas aéreas. Luego para la espera, que generalmente es de un par de horas, había no solo restaurantes sino también innumerables tiendas de artesanías y otros artículos.

Cuando llegaba la hora de irse, se anunciaba el vuelo e igual que en las películas empezaban las despedidas en misma entrada del pasaje que llevaba al avión. Además había un largo pasillo que bordeaba una parte de la pista, por lo que los acompañantes podían incluso ver despegar el avión y, si había suerte que el ser querido fuera de este lado de la nave, decir un último adiós con las manos. (Un amigo que se fue para nunca más volver, al escribirme me contó que la última imagen que tiene de mi es allí sentada tras el vidrio viéndolo despegar).

Para recibir a alguien, se podía estar en las mismas instalaciones el tiempo que fuera necesario. Comiendo o tomando café, husmeando en las tiendas, correteando por las escaleras. Recuerdo que uno podía ver desde arriba en un hermoso círculo a los pasajeros que iban entrando al país. Esto se volvía especialmente emocionante cuando era una persona que no venía desde hacía tiempo, o era alguien famoso que las fans esperaban por horas.

Una nueva era

Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos cambiaron muchas cosas, entre ellas a los aeropuertos. Las medidas de seguridad contra el terrorismo se unieron a las de la lucha contra el narcotráfico, dos guerras que tienen uno de sus campos de batalla en los aeropuertos internacionales del mundo.

Viajar ahora es una faena más larga, más complicada y ciertamente menos romántica. Las remodelaciones del Aeropuerto Internacional la Aurora, iniciadas en 2005 y terminadas en 2007, se hicieron pensando en todas las nuevas disposiciones. El resultado pudo haber complacido a las entidades internacionales de aeronáutica, pero en Guatemala marcó el fin de una era. Sin embargo, no podíamos seguir con un aeropuerto que se había quedad congelado en el tiempo.

Aunque se sacrificó todo aquel ritual de viajes, despedidas y bienvenidas, mejoró todo aquello que exige la modernidad para tener un viaje seguro y más cómodo. El cambio más notable es que quienes acompañan a los viajeros deben despedirse en la calle, por lo que muchos optan por llevar acabo las despedidas en la comodidad de su hogar.

Adentro, con luces frías y decoraciones minimalistas, solo circulan los viajeros buscando su puerta de abordaje. Hay donde tomar café mientras se espera, pero no es igual porque suele estar lleno de gente soñolienta y extraña que no habla entre sí.

No sé cómo estará ahora, pero cuando intenté ir a recibir a alguien vi que las bienvenidas se hacen también en la calle, lo cual es bastante molesto cuando hace frío, llueve o es muy tarde en la noche. Por eso ya no voy.

Se queda unos años más

La remodelación no fue suficiente para algunos. Se han conocido varias iniciativas para que el aeropuerto se mude a otras localidades. En 2013 incluso se hizo un proyecto muy bien estructurado que parecía que tomaría vuelo. Incluía no solo el traslado de la terminal aérea sino también se planificaba el destino de los terrenos que dejaría vacíos. Estos son muy codiciados pues están ubicados en un área muy céntrica y de gran crecimiento comercial. Según urbanistas al irse el aeropuerto las zonas aledañas podrían crecer verticalmente, algo que es una tendencia mundial.

Pero el proyecto no llegó más lejos, se “estrelló”. Se le consideró demasiado ambicioso y complicado como para echarlo a andar. En cambio, se hacen más mejoras al que ya se tiene para que pueda funcionar mejor.

En ese ínterin, sin jamás imaginarlo, me mudé junto al aeropuerto. No solo eso, vivo en un noveno piso que tiene una vista impresionante de una buena parte de la pista. En los terrenos de este edificio estaba la casa paterna de mi marido, quien creció jugando en los alrededores, bicicleteando entre las avenidas de las Américas e Hincapié.

Cuesta acostumbrarse a esa otra presencia, sobre todo porque el arquitecto que diseñó este edificio, de apellido Orbaugh, no vio el aeropuerto como un problema sino como un paisaje, un espectáculo gratuito. De esa cuenta, las ventanas van del techo al suelo en casi todo el apartamento.

Mi hijo, de apenas 6 años cuando nos mudados, se volvió aficionado y experto en aviones. A veces aterrizan unos verdaderamente monstruosos, como el Antonov que puso a mi hijo a investigar cómo algo tan gigantesco puede elevarse, luego de abrir su estómago y dejar su carga militar.

También vemos aviones más pequeños y lujosos, jets privados, y nos imaginamos que se trata de millonarios o famosos que vienen de visita, o simplemente a cargar combustible.

A veces vamos al techo del edificio a ver el paisaje y los aviones. Desde allí se puede ver con claridad toda la pista. Curiosamente, paralelamente corre la Avenida Hincapié. No puedo evitar imaginar que la pista lleva a sus pasajeros a destinos lejanos, exóticos, quizá de ensueño. La avenida lleva a las personas a Boca del Monte, Villa Hermosa y Colonia Santa Fe (donde han ido a parar un par de aviones que siguen de largo en la pista), poblaciones de gente sencilla y trabajadora.

Desde allí se puede ver a las camionetas conocidas como parrilleras que  anuncian ruidosamente su destino mientras muy cerca, sin que ellos se den cuenta, se ve también a un avión en su recorrido en la pista. Por unos metros van hacia la misma dirección, luego el de la izquierda baja y se pierde en los suburbios y el de la derecha se eleva y se pierde entre las nubes.

En esa misma Avenida Hincapié está el que fue el primer aeropuerto de Guatemala, y quizá de Centroamérica, que empezó a funcionar en la década de los años 20s y donde la gente abordaba directamente sobre la pista. He visto fotos de personas que bajaban de sus autos allí al pie de la escalerilla del avión. Lo dicho: la forma de viajar ha cambiado mucho.

Hoy se conoce como la Fuerza Aérea Guatemalteca a ese edificio de antaño, pequeño en comparación con el resto de construcciones aledañas.

No duerme nunca

Desde la ventana de mi oficina en casa, que tiene vista hacia la zona 9 y 4,  puedo ver cómo se aproximan los aviones que vienen ya descendiendo. Parece ficción, es como si vinieran derecho hacia nosotros. En ese momento aquí no se oye ruido, se ve como si vinieran cayendo graciosamente y no pesaran, como pájaros silenciosos. Es el arte del planeo que tan hábilmente dominan los pilotos. Claro, los que están allá afuera oyen un ruido ensordecedor y los sienten pasar demasiado cerca de sus cabezas. He visto gente que hasta se agacha temiendo lo peor. Pero nunca pasa.

También los vemos desfilar para despegar, desde la ventana parecen juguetes de diferentes colores que van alineándose esperando su turno. Si es de día sus relucientes colores le dan festividad al paisaje, y si es de noche sus lucecitas guían la vista hacia donde se dirigen la cola.

El problema es cuando están listos para conseguir el efecto dinámico de la sustentación, que les permite elevarse, aceleran sus motores en máxima potencia. Allí sí se deja oír ese ruido tan espeluznante, ese que no deja oír nada más. No hay más remedio que dejar unos segundos lo que se está diciendo o escuchando mientras esos colosos se elevan.

Durante las noches, el despegue del avión de DHL a las 9:30 me avisa que se acerca la hora de dormir. Me gusta asomarme a la ventana, puedo ver a muchos trabajadores que se dedican a darle mantenimiento a los aviones, a los hangares o a la pista. Preparándose para los vuelos que empieza incluso a las 3 de la mañana.

Cuando a veces paso en vela trabajando, leyendo o simplemente con insomnio, ese paisaje me hace compañía. El aeropuerto está construido hacia abajo, como si hubieran cavado  un cráter. Lo rodea un borde de concreto donde circulan los automóviles. Cuando llueve y la pista y los alrededores de la terminal están llenos de agua, parece que fuera un manso lago y esos bordes fueran un malecón que lo resguarda.





martes, 3 de marzo de 2015

La tentación de juntar palabras



A veces las cosas que creemos que nos darán la felicidad eterna, simplemente no lo hacen. A muchos les pasa con el matrimonio, sueñan con vestidos blancos y fiestas de ensueño y, bueno, unos años después muchas veces viene la desilusión. Una sensación de “¿esto era todo”.

A me pasó con lo de publicar. De jovencita mi sueño dorado era entrar en una librería y ver un libro mío en los estantes. Pensaba que en ese momento algo en el universo se alinearía y habría un estallido de amor y paz.

Sí fue emocionante, pero no cambió mi vida.

Publicar es un acto ajeno a la literatura, está más ligado al marketing, a lo material. Como dijo Cortázar, al terminar de escribir hay que guardar la pluma e irse a beber vino con los amigos. Que otros se encarguen de lo que sigue. Para muchos escritores las presentaciones y lecturas son un mal necesario para que se conozcan los libros, aunque es de admitir que hay algunos que las disfrutan. Los admiro, logran una comunicación especial con los lectores y amantes de la literatura.

Yo sufro mucho, quiero que la gente me lea, no que me oiga tartamudear y olvidar lo que tengo que decir.

Algo que sí me gusta mucho, aunque es posterior al acto de escribir, es cuando la gente expresa lo que siente al leerte. Aunque sean críticas, es interesante que alguien entre a tu mundo y trate de recibir el mensaje que mandas, aunque a veces esté cifrado. Cuando alguien analiza y critica con fundamentos, uno puede mejorar.

Pero cuando son elogios, por curioso que parezca, es más complicado aceptarlos. Es como cuando alguien te echa piropos, no sabes si son sinceros para empezar, y luego no sabes cómo reaccionar para no parecer presumida sino más bien agradecida. Es un sentimiento complejo.

A veces la gente quiere saber por qué escribiste tal cosa, y no saben que uno a veces también quiere saber lo mismo. Preguntan cada cosa, unos estudiantes universitarios me preguntaron “¿para qué grupo objetivo escribe?”. Se pueden imaginar mi respuesta.

Además de periodistas, me han entrevistado gente de toda edad por tareas de la U o del colegio, u otros solamente quieren saber qué onda conmigo. Algunas personas con las que me topo me dicen: no te conozco a ti pero sí lo que escribes. Se siente bien.

Una vez cuando iba rumbo a la universidad en un metrobus repleto de estudiantes que iban tarde a clases y exámenes, muchos todavía preparándose a última hora, me tocó ir de pie junto a una chica que leía mi Diosas Decadentes. Fui todo el camino viendo la cara que ponía, tenía miedo de algún gesto de espanto, o alguna mueca de desprecio.

Pero no. Iba leyendo absorta, quizá tenía una comprobación de lectura esa misma tarde. Sus ojos volaban de una línea a otra. En algún momento sonrió divertida y vio a su alrededor, algo pícara. No se imaginaba que quien escribió aquello iba allí delante de ella.

No obstante, luego de tantos años, todavía me cuesta trabajo asumirme como escritora, siempre fue así. A pesar de que escribo todos los días, y si no lo hago me siento vacía. Mi marido se enoja cuando me presento como “periodista”, generalmente me corrige y le dice a la gente: “no, ella es escritora”. Yo me sonrojo pero él se siente orgulloso de mi. 

Mi problema, como decía el Bolo Flores, es que tengo demasiado idealizada a la literatura. No me importa tanto publicar y figurar y ser llamada artista, como escribir ese libro que yo quisiera leer. Esa es una tarea titánica. No es cuestión de sentarse a escribir y ya.

Como dijo Sabato, mi adorado Sabato, el principal problema del escritor tal vez sea evitar la tentación de juntar palabras para hacer una obra. Según él, Claudel dijo que no fueron las palabras las que hicieron la Odisea, sino al revés.

Para mientras hay que llenar el “pozo” de experiencias, de lecturas, de sensaciones, de música, de lágrimas, de orgasmos. Hay que salir a darse contra el piso, a oler flores, a bailar dando brincos, a dar besos en la madrugada, a llorar como un niño. Yo procuro siempre hacerlo, luego de esas largas jornadas vuelvo con tanto que decir, con todo atorado en la mente y en los dedos, lo voy dejando salir poquito a poquito, gota a gota…

Para mí, así es como ocurre la magia. Luego viene un largo trabajo de edición, de “orfebrería”, y más edición.

Eso es la literatura, lo demás, es ajeno pero no deja de ser placentero también. El domingo pasado llegamos corriendo al cine porque la función ya iba a empezar. Cuando le entregué mi tarjeta a la chica de la caja vio mi nombre y levantó la vista. Oh no, pensé, hay algún problema con mi compra en línea.

Ella me dijo: “¿usted es la escritora?”. Detuve mi tren y mi estrés y sonreí, un día antes me había pasado lo mismo en una fiesta. A veces me siento olvidada por la gente, lo cual probablemente es mejor, pero cuando esto pasa te das cuenta que tal vez, solo tal vez, ya es hora de publicar otra vez.