jueves, 25 de junio de 2009

La lección cubana


El día había llegado: tenía todo listo para ir a Cuba.
Cuántas veces soñé ir en los 90s, cuando esa isla era el paraíso para los izquierdistas militantes y admiraba como nadie su revolución. En 1996, creo, como encargada de la carroza de mi facultad para la Huelga de Dolores, todo un honor entonces, diseñé una en contra del bloqueo a Cuba. Sobre una isla hecha de madera y pintada con los colores de su bandera, íbamos varios vestidos como “cubanos” (ahora entiendo que se trataba de un ofensivo cliché: yo era una negrita de pollera larga y nalgas y pechos grandes hechos con globos que a cada rato se reventaban, por lo que cuando se nos acabaron fueron reemplazados por condones inflados que otros compañeros iban regalando en otra carroza. Se pueden imaginar la forma de mis atributos al final…). La isla estaba rodeada de alambre de púas, representando al bloqueo, por lo que quienes nos querían ayudar no podían, mientras el Tío Sam se reía de la escena y ponía más púas y obstáculos. Lo sé, era una idea pueril. Pero la cosa se complicó porque el día de la Huelga apareció un patojo vestido del Ché/Rambo/Comandante Marcos para pelear contra el Tío Sam, y también una especie de Moisés bíblico que al parecer había sobrado de alguna comparsa o carroza, por lo que dispuso que también sería guía para el pueblo, algo así. Quien ha estado en la Huelga sabe que por más que se preparen las cosas, no siempre salen como se planean, pero por eso mismo es algo espontáneo y caótico y maravilloso. El tío Sam terminó borracho y abrazado al Ché/Rambo/Comandante Marcos, mientras que el Moisés lucía el sombrero del tío y bailaba con las supuestas cubanas sobre el mapa que, al paso de las horas, había perdido forma y color y, creo que por la borrachera, la insolación y la irritación por el maquillaje negro, me empezó a parecer una balsa. No obstante el caos, varios verdaderos cubanos se nos acercaron para agradecer el apoyo hacia su país.
Pero de eso hace más de 10 años, el mundo ha cambiado y yo con él. A diferencia de mis compas de antes, no me preparaba para ir a Cuba a una reunión de la Juventud, ni de socialistas, ni de artistas. Iba egoístamente como turista en plan lunamielero. Y no solo eso, en mi afán de pasarla bien, hice un encargo a los Estados Unidos (sí, los mismos del bloqueo) de puros cosméticos y tonterías. Para terminarla, osé comprarme un traje de baño, un tankini para ser exacta, que me costó lo que gana un cubano en tres meses de trabajo.
Como cuando los gringos iban a Cuba a descocarse, allá iba yo, olvidando mi formación socialista. Tanto así que me tomé mi primer trago, gratis y puro, y a las 7 de la mañana en el aeropuerto La Aurora, apenas salía el sol. Tal conducta no podía quedarse sin castigo, no señores.
Dejando suelo guatemalteco la cosa se fue poniendo fea. En Costa Rica quisimos repetir la hazaña de los tragos gratis, pero una tica mal encarada nos trató muy mal. Nos dio un par de gotas y nos mando a escupir a otro lado. Luego el vuelo hacia La Habana se atrasó, el cielo empezó a nublarse. Mis nervios empezaron a querer alborotarse, la cosa se estaba descarrilando.
Llovía en Cuba cuando llegué a conocerla. El aeropuerto, no tan subdesarrollado como esperaba, era una confusión. Al pasar por migración me interrogaron como a todos, pero no me dejaron pasar. Me mandaron a hablar con unos señores muy serios, no sabía qué pasaba. El problema era mi profesión. Ser periodista me valió mi primer jalón de orejas. Que no podía hacer ningún reportaje sin la autorización de Raúl y Fidel. Por supuesto que lo sé, compañero, vengo de vacaciones nada más. Lo que menos me interesa es trabajar. Me vieron con desconfianza, sobre todo porque en el momento en el que puse un pie en la isla (que en realidad es un archipiélago) me puse a sudar como si estuviera bajo la regadera.
Ya un poco retrasados, fuimos a recoger las maletas. La de Ranferí salió pronto, pero la mía no salía de la cortina de plástico. Apenas acostumbrándome a la sensación de estar literalmente bañada en sudor, vi pasar todas las maletas del vuelo, varias veces, y mi maleta (nueva por supuesto) color lila y rosa con maripositas, no aparecía. Afuera nos esperaban para llevarnos al hotel, pero no podía irme sin mi maleta y su precioso contenido (cosméticos, ropa y zapatos a granel). Cuando uno de los compañeros de migración me vieron echándole el ojo a una maleta parecida, sin las maripositas claro, me regañaron y me dijeron que buscara la mía. Les dije que no aparecía y ellos me dijeron: sigue esperando. La banda sin fin rechinaba y daba vueltas lentamente sin acercarme mi equipaje. Quise denunciar el hecho, pero unas cubanas uniformadas me dijeron “sigue esperando chica, ya va a salir”, y el reloj seguían tictaqueando.
Cuando finalmente se convencieron que mi maleta no había llegado, me pidieron que fuera a una oficinita que quedaba entre los trabajos a medio terminar de lo que parece ser una remodelación. Sentía todo empapado, de la cabeza a los pies sudaba, el maquillaje de la madrugada se había esfumado hacía horas. Mientras esperaba mi turno para informar acerca de la maleta secuestrada, tomé conciencia de que no podía bañarme, cambiarme, perfumarme y maquillarme como tenía planeado. Si la maleta no aparecía, no podría desplegar el guardarropa que había sido planificado en cada detalle, según hora y ocasión. Ranferí, y Cuba, me verían días enteros con la sucia y sudada ropa que tenía puesta. En mi cabeza hueca, eso era un desastre. Cuando fue mi turno de reportar el hecho, la señora me pidió que describiera mi maleta. Como niña de primaria, le dije entre sollozos y pucheros que era lila y rosa con maripositas. En ese momento no pude comprender las risas disimuladas de las personas presentes, porque para mí se había acabado el mundo.
Hecha la denuncia, perdimos la noción del tiempo. En hora cubana, eran casi las 6 de la tarde. Salimos para descubrir que quien nos llevaría al hotel ya no estaba. En medio de una multitud que esperaba a otras personas, buscamos y buscamos, con hambre, calor, cansancio, desesperación. Algo fue evidente desde ese momento, en Cuba no conocen lo que es el estrés y los ataques de nervios. Compramos una tarjeta que nos costó unos Q50 para hablar por teléfono público para preguntar por nuestro jalón. Al entrar a la cabina, no pudimos usar anticuado aparato de pulsos. Era como si habláramos otro idioma, nadie podía ayudarnos. Unos decían una cosa, otros otra, y no lográbamos llamar al hotel.
Ya sin ánimos de seguir intentándolo, nos dimos por vencidos. Tomamos un taxi que nos cobró Q300 que no estaban presupuestados. Al subirnos, seguí sollozando, ahora también por el dinero que no iba a alcanzar. Entre lágrimas pude ver las primeas imágenes de Cuba, que seguía con el cielo nublado y todavía lloviznando. En nuestra mentalidad consumista, pensábamos cobrarle a alguien (al hotel, a la agencia de viajes, a Fidel) el gasto imprevisto, por lo que le pedimos una factura. El taxista nos vio como si estuviéramos pidiéndole un milagro. Empecinados en tener un comprobante del viaje, no les íbamos a pagar hasta que materializara una factura. Casi teníamos nuestro primer altercado cubanoguatemalteco ahí mismo, con un taxista negro y alto, que no hubiera aguantado la furia que yo andaba buscando con quién desquitar. Afortunadamente, ante la posibilidad de quedarse sin su pago, luego de revisar a conciencia los recovecos de su taxi, el conductor nos dio un arrugado recibo. Le pagamos y entramos sin el júbilo que pensé que iba tener en ese momento.
Al llegar a la habitación, sentí que me iba a dar el shukake, ya saben, mis nervios andan locos todavía. Y lo peor era tener conciencia que en mi maleta, además de las maravillas de la cosmética del mundo capitalista, estaban mis ansiolíticos. Así, por un segundo me imaginé como la noticia de última hora en el noticiero revolucionario: “extraña mujer extranjera, cubierta en sudor y con la ropa sucia, enloquece pidiendo a gritos maquillaje, sandalias y calmantes”. Me desplomé en la cama. Eran casi las 7 de la noche pero el sol se resistía a irse. Lloriquié otro rato, mientras Ranferí, que podría ser cubano por lo calmado que es, estrenaba su cámara de video.
Creo que empecé a alucinar por el cambio de temperatura, pues en la habitación pusimos el aire acondicionador a todo lo que daba. Sentí como si al dejarme a solas con lo que soy, con lo puesto, con la cara tal y como nací, con el pelo sin cepillar o planchar, sin drogas que me hagan sentir artificialmente bien, algo o alguien me estaba enfrentando a mi misma, la de antes, la que tenía ideales. Fueron minutos que parecieron horas para mí, revolviendo la cama sin usar, pensando cómo había llegado a tal punto de dependencia y superficialidad, mientras tantas personas viven sin todo aquello y muchas cosas más.
Para cuando regresé de mi trance, Ranferí tuvo el valor de tratar de filmarme. Lo que le pude decir al ver a la cámara fue: “sabés qué, creo que Fidel me castigó por ser tan consumista”. Supongo que a esas alturas mi amado estaba pensando si debía llamar a médico de la esquina, pero empecé a sentirme mejor. Luego de hacer lo que podía para sentirme menos chaparrastrosa, le dije que saliéramos a la noche cubana.
En cuanto sentí la agradable frescura del viento, luego de un día lluvioso, me hizo sentir mejor. Sin que Ranferí se diera cuenta, para que no me fuera dejar al psiquiátrico más cercano, me repuse diciendo “Bueno, compañeros revolucionarios, ya entendí la lección”. A falta de pan, tortillas. Comprobé, en las siguientes horas, que el mejor ansiolítico es el alcohol, mucho mejor en su presentación de auténticos mojitos cubanos.
Ps. La maleta apareció 24 horas después, sana y salva. Nosotros pudimos hacer la visita relámpago (en 6 días) más maravillosa a la capital del país que admiré tanto en mis idealistas años. Fue como cuando un católico va a Roma o a Tierra Santa, conocía muy bien la historia, los lugares, los personajes. Ahora admiro más a ese pueblo. Haré otro post al respecto.