lunes, 6 de octubre de 2014

Vida travestida*


El velorio más triste en la calle más triste de la ciudad, aquella que es atravesada por la línea del tren y exhibe minúsculos cuartitos donde las mujeres se venden por un rato. Pero ese oscuro martes, el vecindario se organizaba para velar a un travesti que no tuvo quien más le acompañara en su última noche.

A pesar de que Vanessa trabajaba lejos de ahí, pues circulaba coqueta y elegante en la zona nueve, solo un viejo amigo tuvo el tiempo y la voluntad de hacer “las vueltas” acompañado de las solidarias mujeres de la línea. Aunque algunas no conocieron a la finada, van y vienen en los preparativos, maternales, solícitas, efectivas.

 Vanessa, que en el certificado de defunción aparece como XX porque al momento de levantar su cuerpo no tenía identificación, era originaria de El Salvador y fue asesinada en el cuarto de hotel donde vivía. Su cédula apareció después; unos policías que no se identificaron fueron a dejarla al Ministerio Público. El nombre que aparece ahí, que cambió en cuanto empezó a  travestirse, era Israel Anzora Murcia. Su puerta no fue forzada, alguien llegó a buscarla, la amarró y le dio fuertes golpes en la cabeza hasta que murió. Al salir dejó el radio y la  televisión a todo volumen. A simple vista y según el MP sus pertenencias estaban intactas. A pesar de alegar que la escena del crimen estaba contaminada cuando llegaron, aseguran tener hipótesis y sospechosos. Siempre dicen lo mismo.

 Representantes de la Organización de apoyo a una sexualidad integral frente al sida, Oasis, llegan a dar ánimos  y  a contribuir en los preparativos y gastos. Cada vez que un travesti muere y no tiene familiares cercanos, porque suelen ser extranjeros, esta organización apoya y acompaña a los dolientes y además pone las denuncias en donde corresponde. Antes de acercarse al féretro de Vanessa, se lleva a cabo una reunión en un cuarto de trabajo sexual que mide dos metros de largo por uno y medio de ancho. La dueña del lugar tiene que sacar a sus hijos, que exigen su atención, para poder conversar en privado. Afuera se escuchan las vocecitas de los niños llamándola. Todos toman asiento en un pequeño catre para intercambiar documentos e información. Gracias a la eficiencia de los improvisados tramitadores, la papelería está en orden. Ya se han hecho gastos pero todavía hay más cosas que pagar. Además no quieren dejar de ofrecer café, ponche y sandwiches a los asistentes, que no están acudiendo como se esperaba. “Es por el sector, por aquí es muy peligroso” dice la anfitriona del cuarto. “Por eso vamos a llevar después a Vanessa a la Super Gaby, que es un lugar donde todos llegan siempre” explica. La dueña de dicho bar-discoteca accedió ceder el espacio para hacer ahí el velorio más tarde, cuando las compañeras de la difunta hayan trabajado un rato. “Les gusta llevar ya un poco de dinero para contribuir al velorio y poder tomarse unos tragos”, asegura.

 El sencillo ataúd de Vanessa está al otro lado de la calle, al final de un largo pasillo en una vieja casa hecha de lepa, adobe y cartón. Casi ocupa todo el cuarto de otra sexotrabajadora. Una marchita corona de flores es lo único colorido, los pocos presentes parecen no saber hacia a dónde dirigir sus miradas. Cuando la escena no podía ser más sombría, las primeras gruesas gotas de lluvia empiezan a caer sobre el frágil techo entristeciendo más el ambiente, ya corrupto por el peculiar olor del cadáver de tres días. “Hay  que llevarla ya a la Super Gaby”, dice alguien al fin.

Lo que normalmente es una eterna fiesta, se vuelve de pronto una funeraria. En el transcurso de la noche llegan amigas y conocidas de Vanessa a llorar mientras beben uno que otro trago. “El sentimiento en general es que la próxima puede ser cualquiera de ellas”, explica Jorge López, director de Oasis. A causa de las amenazas que sufren por su estilo de vida, extorsiones, homofobia y sida, la mayoría piensa que no llegarán a los veinticinco años. Vanessa tenía veintidós y la recuerdan como una persona discreta y callada, sin vicios. “Otro trago a salud de Vanessa, aunque no chupaba”, dice una de las asistentes, que unas horas más tarde aparece con las muñecas vendadas. Intentó cortarse las venas. En un momento cuentan chistes  y ríen a carcajadas, para luego llorar histéricas y violentas. La noche las reúne y les otorga el marco perfecto. Ni un vecino despierto, ni un peatón ni un automóvil en la calle.

Con la luz y la actividad del día siguiente todo cambia. La propietaria del modesto salón de belleza contiguo se enfurece al encontrar las botellas y el olor a flores pisoteadas. El día muestra a los dolientes cansados, tristes, con una resaca más dura que las habituales. Se sirven más tragos como tratando de conjurar el mal. Pero el olor es ya insoportable. “Qué pasa que no viene la funeraria”, se preguntan. Parece mentira que se trate del travesti que aparece en las fotos, con un excepcional cuerpo y un porte elegante, tenía la buena costumbre de ahorrar. Por eso corren rumores. Se dice que no pudo abrir una cuenta bancaria por los documentos que le pedían, por eso tenía bastante dinero en efectivo en su casa. Algunos acusan a otra travesti, bastante más pequeña y delgada que Vanessa. Otros hablan de un novio drogadicto y alcohólico que la explotaba. Pero hay un rumor más insistente y oscuro que rodea también la muerte de otros homosexuales. Se trata de un poderoso extorsionador que las induce a la adicción a diferentes drogas para luego exigirles dinero. No precisamente para protegerlas, sino para no matarlas. “Parece que Vanessa se negaba a pagarle”, dicen las voces murmurando, diciéndolo más como para ellos mismos, en un soliloquio etílico. Nadie dice más, nadie hace denuncias, temen ser la siguiente. Lo cierto es que el día de su muerte, a pesar de ser sábado, Vanessa pidió no ser molestada y se encerró en su habitación, quizá temiendo algo.

Cuando el carro fúnebre llega, que es una camioneta aerostar sin sillones, la lluvia empieza a caer y los vecinos salen a ver la escena. Hasta los pasajeros de los buses urbanos que pasan tratan de comprender en esos fugaces segundos qué es lo que pasa. Travestis, homosexuales, lesbianas, indigentes, prostitutas, proxenetas y trabajadores de la feria luciendo el luto más políticamente incorrecto y a la vez solidario, acarreando flores, lágrimas, inciensos, oraciones y maldiciones.

Por  el tráfico del medio día, el camino hacia el Cementerio General se hace largo, tortuoso. Algunos van en bus, otros en taxi. Bajo la lluvia, el viejo camposanto recibe al cortejo con su marchita belleza. Cuando alzan el ataúd de Vanessa en hombros, por un segundo parece que lo dejarán caer. Algunos cierran los ojos esperando lo peor. Los enterradores esperan indiferentes que el grupo acabe al fin de llegar; con las últimas palabras de despedida corren más lágrimas y más tragos. Mientras sellan el nicho con cemento y ladrillos, un ambiguo coro canta algunos cantos religiosas. De regreso a la entrada del cementerio, se encuentran con otros sepelios no menos tristes, como el del niño de seis años que asesinaron por estar en medio de una balacera. Los amigos de Vanessa quedan profundamente conmovidos y se acercan a compartir los lamentos. Comprenden que no solo ellos corren peligro y viven un día a la vez. Los deudos y enlutados se revuelven, los gritos y desmayos se confunden. Llegan los bomberos. Casa llena en el cementerio.

 
*Esta crónica apareció en Magazine 21 en julio 2004, las fotos son de Stanley Herrarte
 
 

sábado, 6 de septiembre de 2014

Septiembre 0

Nuestra educación sentimental es informal, la mayoría aprendemos de qué se trata eso del amor en el mejor de los casos por medio de novelas y poemas, en el peor, por telenovelas y canciones románticas. En esos escenarios donde siempre hay algún dilema amoroso, miramos que para algunos es sumisión, para otros dominación, para unos es alegría y para otros llanto incontrolable. Vamos aplicando lo aprendido según podemos, o nos dejan los demás y las circunstancias.

Yo miraba a las adolescentes del barrio escapándose por la ventana para ir a buscarlo, a las amigas de mi mamá persiguiendo a cierta coqueta para protegerlo, a las tías solteras añorarlo con resignacióny luto.
Como en la película de Bambi, cuando somos niños creemos que esa “enfermedad” nunca nos atacará. Lo cierto es que, sin saber muy bien por qué (aunque hay que culpar a las hormonas), de pronto llega la primavera de la vida y se vuelve una necesidad eso de tener un amor, amorío, affaire, romance, pasión, noviazgo. Supongo que para cada persona es algo diferente, pero opino que en todo caso no inicia en el corazón sino de más abajo, de las tripas, de un remolino de ganas que se alborotan en el estómago y más abajo al encontrar a ese objeto del deseo.

Se dice que es un lenguaje que va más allá de las palabras, que hay algo literalmente químico que vuela por el aire y te hace querer acercarte a esa persona en especial. Aunque parece algo mágico, es más bien algo animal y primario. Aunque eso no se puede forzar, tampoco es suficiente. Hace falta esa otra compatibilidad que nos hace querer acurrucarnos en lugar de salir corriendo después de hacer el amor. Y encima, debe ser el momento correcto para ambos para que pueda cuajar.

Yo te vi allí cantando y tocando tu guitarra, como miles de otras mujeres de todas edades en el recinto. Yo no tenía 16 todavía y un rayo me partió en miles de brillantes pedacitos cuando te vi. Sé que suena ingenuo tantos años después, pero al ser la primera vez que sentía ese calor que me quemaba, fue algo impresionante e inolvidable. Supongo que un óvulo dentro de mi tembló y un esperma dentro de ti oyó un llamado…

No era nuestro momento, era evidente, pero algo se prendió y nunca jamás se apagó. Toqué tus manos pero fue algo fugaz que quedó impregnado en mi. Lejos, muy lejos estaba todavía ese primer septiembre.
 
Pero no olvidé tus manos. Como dice el poema de Neruda, “Los años de mi vida, yo caminé buscándolas.  Subí las escaleras, crucé los arrecifes, me llevaron los trenes, las aguas me trajeron, y en la piel de las uvas me pareció tocarte”.

Diez y seis años lejos de ti para llegar a ser la que después te conquistaría. Esa niña de calcetas y chongos de 1988 jamás lo hubiera logrado, llena de dudas y temores. Me fui al mundo para conquistarlo, para que luego él trapeara el piso conmigo. Que me dejara todas estas cicatrices que ahora tú besas con tanto amor.
 
Una guerrera, una sobreviviente, que regresa a la patria para ser condecorada y premiada.
 
El amor es muchas cosas, tiene muchas caras y voces, es dinámico y toma muchas formas. Cada quien busca el que necesita, y el prodigio ocurre cuando hay alguien allá afuera ofreciendo eso que te hace falta en el momento justo.

Lo que yo buscaba era esa presencia que me hace sentir tan segura, esa sonrisa que me aplaca los demonios, que aleja los fantasmas, esa luz que me guía pero que también me da calor. Yo soy lo que estabas buscando también pero que no tenías idea que necesitabas. Me salvaste y yo te salvé, mientras yo me escapé del caos, tú escapaste de la indiferencia y el hastío.
 
Diez años de darnos todos los días ese antídoto mutuamente, de curarnos los males con miel y también con adrenalina. Los más cursis y los más ácidos. Cuando se acaba la jornada, allí encima de tu pecho está mi hogar, mi refugio, y cuando el mundo se me cae encima me acurruco más, me vuelvo pequeñita y me meto en ese espacio que está en tu costado izquierdo, allí donde huele tanto a ti.

Tus manos, Pablo Neruda

Cuando tus manos salen,
amor, hacia las mías,
¿qué me traen volando?
¿Por qué se detuvieron
en mi boca, de pronto,
por qué las reconozco  
como si entonces, antes,
las hubiera tocado,
como si antes de ser
hubieran recorrido
mi frente, mi cintura?

Su suavidad venía
volando sobre el tiempo,
sobre el mar, sobre el humo,
sobre la primavera,
y cuando tú pusiste
tus manos en mi pecho,
reconocí esas alas
de paloma dorada,
reconocí esa greda
y ese color de trigo.

Los años de mi vida
yo caminé buscándolas.
Subí las escaleras,
crucé los arrecifes,
me llevaron los trenes,
las aguas me trajeron,
y en la piel de las uvas
me pareció tocarte.
La madera de pronto
me trajo tu contacto,
la almendra me anunciaba
tu suavidad secreta,
hasta que se cerraron
tus manos en mi pecho
y allí como dos alas
terminaron su viaje.

sábado, 16 de agosto de 2014

Un chamán y un alma atormentada

(foto de Morena Pérez Joachín tomada en 2004)

En agosto 2004 mi vida era muy diferente, estaba en una etapa que estaba llegando a su fin. Mi existencia, como la de todos, está compuesta por ciclos que he vivido intensamente. Tanto, que al terminarlos quedo muy cansada, casi destruida. Sabía, a los 32 años, que debía avanzar o moriría.

Parece mentira pero hace 10 años vivíamos de otra manera. No había teléfonos inteligentes con cámara, tampoco se había inventado el Facebook. De ambas cosas me alegro, la mayoría de mis andanzas, glorias y miserias no se hicieron públicas ni quedaron registradas (la foto de arriba me la tomaron en Siglo 21, era para ilustrar una nota de Halloween, por eso los ojos raros).
Lo que lamento es que no hay fotos de ese día de agosto 2004, calculo que fue a finales. Eran épocas de desvelos y parrandas y trabajo duro. Me mandaron al Paraninfo Universitario a hacer unas entrevistas, preparaba un artículo sobre Centros Culturales. Stanley Herrarte y yo fuimos sin muchas ganas, aunque recuerdo que el día era precioso seguramente por la canícula.

Llegando al imponente edificio, muy querido por tantos recuerdos universitarios, me encontré con un singular grupo de personas sentadas en las gradas de la entrada. Estaban vestidos de manta blanca y rodeaban a un sonriente hombre mientras bromeaban y comían unos “panitos”.
Solo me tomó unos segundos reconocer al que estaba en el centro: era Ranferí Aguilar. El mismísimo que había provocado mi primer enamoramiento a los 15 años. El rockstar para mi inalcanzable que me había dado un par de autógrafos y con quien había platicado algunas veces. Pero estaba diferente, su vibra era otra. Ahora parecía una especie de chamán, de guía espiritual, relajado y sonriente calzado con caites. Ahora era el Hacedor de lluvia.

Tenía que hacer mi trabajo, solo me pregunté qué estaba haciendo allí y luego seguí mi camino. Silvia Obregón me recibió amablemente y pasamos un par de horas recolectando información y tomando fotos. Stanley y yo solo queríamos terminar con nuestro trabajo e irnos. Creo que era martes.
Al terminar, Silvia me dijo: “¿Por qué no te quedas? Hay un concierto más tarde”, pregunté de quién era la presentación. “De Ranferí Aguilar” dijo Silvia y empezó a convencerme para que me quedara a oír la música étnica de este talentoso artista. Ella no sabía lo que él significaba para mi.

Stanley se fue, yo me quedé, mi próximo compromiso era hasta las 8 de la noche. Antes del concierto, tuve que esperar dando vueltas por esos corredores antiguos de mi alma mater. Recordando, siempre recordando, por ejemplo cuando en 1994 siendo miembro del Honorable Comité de Huelga estaba en la víspera del desfile bufo e intentaba dormir en una banca, luego descubrí que mi novio de entonces no estaba. Eran como las 4 de la mañana, me levanté y empecé a buscarlo.
Esa noche el edificio y sus alrededores se convertían en un especie de campamento lleno de borrachos gitanos/guerreros que se preparan para salir a la batalla/espectáculo del día siguiente. Algunos cantaban, otros bailaban o ensayaban, algunos jugaban cartas, pocos dormían. En ese tiempo, no sé ahora, cada miembro del “Hono” tenía un guardia personal que lo seguía a todas partes. El mío andaba tras de mis pasos mientras buscaba a mi novio. Finalmente, lo encontramos en un pasillo mal iluminado. Estaba con la sotana negra subida hasta el pecho, el pantalón y ropa interior en las rodillas, y una chica tenía sus piernas alrededor de su cintura. Creo que ni cuenta se dieron que los vimos. Me fui a las gradas de la entrada a llorar, mi acompañante/escolta me consolaba y secaba mis lágrimas con su capucha. Vimos el amanecer sentados en esas gradas.

Esas mismas donde había encontrado de nuevo a mi amor platónico de adolescencia. Esa tarde de 2004 tuve tiempo para pensar en el pasado, en mi presente y preguntarme qué sería de mi futuro. No sabía que al llegar ese día a ese lugar en ese momento estaba cambiando para siempre mi destino.
Llegó la hora del show de Ranferí, me senté en medio del salón y cuando salió el chamán de mis sueños se iluminó el escenario, el Paraninfo y mi vida. Cada refrescante nota intentaba revivirme, como a una flor marchita.

No sé cuánto duró el concierto, para mi no era un tiempo medible en minutos o segundos, sino en sensaciones y pensamientos que fluían a mil por hora. Era como si el muchacho que me había hecho sentir enamorada por primera vez tantos años atrás, había recorrido un camino que lo convertiría en ese hombre que ese día me ofrecía esa fresca lluvia de música y me gustaba aún más. El que me convenía no era el presumido rockero de 1988, el que en realidad estaba destinado para mi era ese artista consumado que sacaba música de todo lo que tocaba, hasta su cuerpo.
Todavía en trance, levitando, sentía algo me trataba traerme de vuelta. Era la vibración de mi celular en el bolsillo que insistía e insistía que regresara a tocar tierra. Era mi cita de esa noche que ya estaba afuera esperando de mal humor. Le contesté y atiné a decir que ya salía. Había pensado esperar al final para hablarle a Ranferí, para ver qué sentiría estrechándole la mano. Pero debía irme y regresar a mi locura. Le dije adiós de lejos, claro, ni cuenta se dio. Yo era una persona más encantada por su arte.

Me fui a mi acostumbrada reunión de música, juegos de mesa, alcohol y otras sustancias con mis amigos, mi familia adoptiva, mi mara. Pero seguía fascinada, recuerdo como si fue ayer que, mientras esperábamos al dealer en la solitaria y silenciosa esquina, le dije a mi amigo: “Hoy vi algo que nunca había visto”, y el conté la experiencia. Él tenía otras cosas en mente, apenas me puso atención.
Pero la suerte estaba echada, en mi se había encendido una llamita de las cenizas de la adolescencia. Ese calor no se detendría hasta volverse una llamarada, después un incendio declarado, que me cambiaría por completo. Como la roza que deja el suelo fértil, a mi me dejaría apta para amar y dar la vida.

De ese día, nació este texto que publiqué en mi columna de Monitor de Siglo Veintiuno una semana después, a finales de agosto 2004 (lo comparto intacto):

Confesiones de una pequeña groupie


Todos tenemos algún episodio oscuro en el pasado del que quisiéramos olvidarnos. En mi caso, antes de andar defendiendo los derechos de las mujeres y amargarme, traté de ser una groupie.
Apenas estaba empezando el secretariado y para mi mejor amiga y para mí, no había nada más importante en el mundo (me sonrojo al recordar) que Alux Nahual. No voy a entrar en detalles de las visitas en sus ensayos, las cartas, los regalos y la poca gratitud de los susodichos. Solo diré que amaba a Ranferí Aguilar como solo puede una quinceañera. Las tripas se me revolvían y dolían cuando lo miraba, y cuando lo oía cantar, a veces lloraba. El, como buena estrella de rock, tenía miedo de mis histerias y me trataba con cautela.

Quince años  después, por cuestiones de trabajo fui al Paraninfo Universitario. Me pidieron que me quedara porque habría una presentación de Ranferí. Un terrible golpe de nostalgia me hizo quedarme.
Se apagaron las luces y apareció vestido todo de blanco con un aire chamanesco. A pesar de su melena canosa y sus amplias entradas, en su rostro hay una vitalidad que le da todavía un aire de juventud. Además, el hombre como que hace sus ejercicios porque en lugar de ser un cuarentón con panza chelera, se mira en óptimas condiciones. Sentada a solas en la oscuridad disfrutaba de nuestro reencuentro, aunque él ni siquiera se imaginaba que se llevaba a cabo. Concentrado en la música de su disco Hacedor de lluvia, se entregaba emocionado a su arte. Yo trataba de adivinar cuántos hijos tiene, si está casado todavía, cómo le hace para envejecer con tanta gracia (suerte que no han tenido los otros aluxes).

Cuando se acercaba el final del concierto, me tentaba la idea de acercarme y decirle “sé que no te acordás de mí, pero hace mil años te amaba con locura”. Una llamada me regresó a mi vida adulta de hoy, le eché una última mirada y su maravillosa sonrisa de hombre bueno iluminaba el escenario. Decidí que no me arrepentía de mi no correspondido amor de adolescente, y le dije en voz alta “hubiéramos sido tan felices…”

 

viernes, 18 de abril de 2014

El monstruo azul

Es cierto, a veces me vuelvo otra persona. Sale mi amado y odiado monstruo, ése que no piensa antes de hacer y ríe enloquecido mientras desbarata todo.

Es un poco como el pájaro azul del que nos habla Rubén Darío. A veces toma el control y dice y hace cosas que piensa son necesarias.
La otra, la que escribe esto, es la que tiene que limpiar el desastre, hacer el control de daños. Disculparse si hay que hacerlo, aguantar los insultos y los escupitajos.

Generalmente lo tengo bajo control, para poder vivir en sociedad, para ser aceptada. He tratado de domarlo, le tengo cariño. Me sirve para crear y para tener valor, para no ser como los demás, por eso lo arrullo y le cuento cuentos. Lo peino y lo hago reír.
Le gusta salir de parranda, oh sí, y lo hace todo en exceso. Por allí se la ha visto en desenfrenadas noches, con los ojos tristes pero la sonrisa grande, y vaya que le gusta bailar.

Pero cuando algo lo provoca, ¡sálvese el que pueda! No entiende razones ni tiene consideración de nadie. Solo reacciona y aplasta.
No entiende por qué tiene que soportar que otra persona quiera adueñarse de su mayor tesoro. Que imágenes de su amor besando otros labios tengan que ser exhibidas, que alguien por pura mezquindad le vede el paso a una vida plena.

Me siento como el dueño del pájaro de azul. ¿Acaso la solución es la que él plantea Darío en su cuento? ¿Un balazo que acabe con él, pero también conmigo?
Oh Darío, ilumina mi pluma y ayúdame con este dilema. Poetas malditos, los invoco...

sábado, 25 de enero de 2014

Rock of love: el que se enoja pierde su pase al backstage


 
La vida que gira en torno a los “rockstars”, consumados o aspirantes, suele ser irresistible para la mayoría de personas. Son niños terribles, aunque algunos ya tengan medio siglo de edad, que rigen un mundo donde todos sonríen y se aman y se odian y se abrazan y se apuñalan y bailan y brindan con la complicidad de la noche, entre luces que encandilan y música a todo volumen.

Hallar y mantener una relación amorosa estable en esas circunstancias es difícil.

Los backstages suelen ser una serie de puertas que se abren para algunos y se cierran en las narices de la mayoría. Parecen túneles mágicos donde están héroes y antihéroes legendarios. Hay anillos de seguridad, en los primeros suelen estar los roadies y el staff, que también viven su momento de gloria, pero conforme se va avanzando las restricciones va subiendo el tono de la emoción.

Algunas puertas resguardan no solamente a artistas que intentan descansar y tener un momento tranquilo. Ocultan historias paralelas mucho más oscuras, ilegales, aberrantes y enfermas.

Empezar a recorrer esos recovecos es divertido y ciertamente emocionante, ni qué negarlo. El problema es que uno se encariña con las personas, por lo menos yo. Se vuelven como alegres cómplices. Por eso cuando uno de ellos, generalmente una mujer, sale “expulsado” de esta corte, me entristezco. Luego de tan especiales momentos, me cuesta trabajo iniciar nuevos con otra, con la “siguiente”.

Me sorprende que a los demás parece no molestarles, llevan más tiempo en esto y supongo que habrán visto desfilar infinidad de novias, esposas, amantes, aventuras, flings, one night stands, stalkers.

Y es que para la mayoría de las que se van y ya no pueden acceder a este mundillo es un destierro muy triste. Luego de que han dado tanto de ellas, se les cierran los accesos porque ya hay otra a quien no deben molestar. Vuelven a estar del otro lado de la barrera y del escenario, donde deben comprar sus entradas y sus bebidas, donde son registradas para entrar y deben usar asquerosos baños portátiles. Por eso muchas mejor se alejan, y ya no se les vuelve a ver.

 Y todo sigue como si nada, esa maquinaria de hacer música y encender a la gente no se detiene. Yo me quedo pensando, ¿cómo se sustituye a alguien tan fácil? Las recién llegadas sienten que han alcanzado el nirvana e incluso llegan con aires de princesas, yo pienso en su fecha de caducidad. Me palpo a mi misma buscando alguna señal de que mi hora también va llegando.

Claro, hay unas que llevan más de 20 años con su rockstar. Algo que he visto es que casi no asisten a los conciertos y menos a los backstages, pero cuando lo hacen, son tratadas con el grado máximo de respeto. Es como si las demás bajaran la cabeza, mientras ellas parecen flotar entre todos. Sus vidas no son fáciles, para nada. Me da la impresión que la mayoría prefiere mirar hacia otro lado y tener una vida tranquila.

A las que tenemos menos tiempo, o no somos las parejas “originales”, no nos respetan tanto. Cualquiera llega y te avienta por allá mientras trata de acercarse lo más que pueda al objeto de su admiración. Luego de un concierto hay adrenalina y sentimientos a flor de piel, la música parece encender algo en las personas que las hace desear estar lo más cerca posible de la fuente de tantas emociones (yo misma hice eso, me enamoré de un hombre y su guitarra, fui en su búsqueda de manera implacable, sé cómo funciona).

No hay reglas ni horarios en la mayoría de after partys de backstage. Nunca faltan los que nunca quieren decir adiós ni irse a dormir, hasta que el cuerpo literalmente se desvanece.

Y el domingo y su claridad, que suele empezar a medio día, encuentra a todos con resaca y cansancio, algunos junto a sus parejas oficiales y a otros junto a una ocasional o secreta. Algunos soñando con volver a ese mágico mundo nocturno, otros esperando que pertenecer a él no los mate, literalmente.

¿Yo? Amanecí en mi vida normal, que tiene que ver más bien con deadlines y libros a medias, mientras los chats y las redes no cesan de hablar de todo lo que pasó anoche. Así van regresando flash backs (algunos no muy agradables), pero sonrío y me arreglo para ir al parque.
(escrito hace meses, en honor a ciertas mujeres maravillosas a quienes extraño)

martes, 21 de enero de 2014

El nacimiento de una bitch

Hace muchos años, en algún lugar escuchaste que para que una mujer logre triunfar y conseguir lo que quiere, debe ser una bitch, en el sentido de ser despiadada y aparentemente mala, una bruja. Te aterrorizaste, pensaste dulcemente: jamás seré así.

A lo largo de tu camino en la vida, has visto efectivamente que muchas mujeres con poder podrían ser la malvada de cualquier cuento, muchas de ellas solteras o divorciadas, son temidas hasta por sus más allegados. Los esposos o novios son compañeros de buenos momentos, pero no el centro de sus vidas, y totalmente prescindibles.

Siendo como eres, con ideas diferentes y bastante original, la vida de mujer de en un país machista ha sido difícil para ti. De niña, perteneciste a la clase (inferior) que constituían las mujeres de “su casa”. Como esos esclavos rebeldes que salen en las películas, hacías tus quehaceres mascullando consignas y te ibas a dormir para soñar que valías lo mismo que un hombre.

Ya que te lanzaron a ganarte la vida a los 18 años, también tuviste la oportunidad de aspirar a intentar cambiar lo que no te gustaba del mundo. Pero acercarte a los “revolucionarios” de la universidad fue complicado. Todas las mujeres jóvenes eran consideradas adornos, y cuando pasaba la emoción eran las encargadas de conseguir y servir los abastos. (Tu primera tarea en a la Huelga de Dolores fue llevar frijoles volteados).

Pero tú no querías quedarte allí, esperando a que alguno de esos muchachos fuera tu novio y luego tu esposo. Decidiste que te ganarías un espacio. Además de estudiar con ganas y hacer un compromiso, aprendiste a hablar más alto, a putear, a contestar sarcasmo con sarcasmo y hasta violencia con violencia para poder sobrevivir en actividades reservadas para los hombres. Tuviste amargas experiencias de abusos y humillaciones, pero saliste de allí con tu rebeldía ya más madura, más acostumbrada a decir las cosas como las piensas. Claro, siempre con una dulce sonrisa y luciendo las perlas de tu abuela.

Y qué decir los lugares de trabajo, ay dios… Las secretarias como tú eran elegidas por su presentación, no por sus capacidades. Los jefes las trataban como una a hija, como a una esposa o como a una sirvienta, según la suerte de cada quien. Pero con mucho trabajo, y también enfrentamientos, al final de tu carrera como secretaria lograste que te vieran como a una igual.

Como profesional te fue mejor, los tiempos habían cambiado y las nuevas  generaciones ya tenían nuevas ideas. Sin embargo, igual te encontraste cada macho que se creía con la libertad de mandarte a hacer café, a servir la comida, que se sentía atractivo aunque fuera horrible y te coqueteaba, o incluso, al final, te decían cosas como fea, gorda y vieja para minimizarte. Te hacían sentir culpable por querer irte a casa a cuidar a tu hija.

Pero la trampa más sutil fue la del amor, la maternidad y la convivencia. El ejemplo de tus antecesoras y esas charadas sentimentales que se venden en los libros, canciones y telenovelas te quieren lavar el cerebro para que vayas cayendo poco a poco en el lugar que la sociedad te tiene destinado.

Hay dos caminos. Si una mujer compra esas ideas y ése es su única meta en la vida, el día de la madre se lo agradecerán con flores, pero tendrá un trabajo de 24 horas al día no remunerado, considerado inferior. Si se divorcia, será vista como una carga, porque nunca aprendió a hacer otra cosa.

¿Quieres seguir siendo profesional y además tener una familia? Perfecto, pero entonces deberás tener una doble jornada porque las cosas de la casa y de los hijos seguirán siendo tu responsabilidad. Sí, aunque tengas empleadas domésticas, ellas querrán que tu organices todo y  estés pendiente de cada detalle.

Uno cae por amor, por pasión, por instinto maternal, por conveniencia, por presión social, y cuando te das cuenta, trabajas como un hombre (o más), siempre estás cansada y siempre hay algo pendiente. ¿Tus sueños? ¿Tus ideales? ¿tus proyectos? Bah, pueden esperar te dice la sociedad, ¿qué es más importante que tu hogar, tu familia, tu esposo y tus hijos?

Puedes pasar años así, incubando algo que no sabes bien qué es. Entonces, de pronto, bam! La bitch quiere salir porque te enojas, porque no consideras justo todo eso. Añoras estar sola, dedicarte con pasión a lo que te gusta no porque te da dinero para sobrevivir, sino porque es lo que realmente quieres hacer.

Te vuelves una bitch en el trabajo para que te respeten y te paguen bien, que no te exploten para poder hacer otras cosas. Te vuelves una bitch con tus empleadas domésticas porque te juzgan, te reprueban por no ser una mamá y esposa de los 50s, entonces debes decirles que estás más cansada que el “señor” y que te atiendan igual.

Te vuelves una bitch con tu familia, que con una sonrisa y con un gesto amable te empuja para que te vayas convirtiendo en tu mamá y en tu abuela, eligiendo la comida y la ropa de todos, arreglando la casa para cada celebración y temporada, haciendo loncheras y  listas de supermercado. Estallas, rompes el collar de perlas, les dices, como buena bitch, que no tienes tiempo, ni ganas, ni es tu obligación.

Te vuelves una bitch con tu pareja porque estás harta de que quiera que le ayudes en lo económico, pero no hace nada en la casa, que sea el rey y señor que llega a buscar sus pantuflas y su martini. ¿Es que no puede arreglar ese foco descompuesto? ¿es que no puede cocinar alguna receta que encuentre aunque sea en el internet?

La furia se apodera de ti, sientes que eres una más entre millones de mujeres sepultadas por sus roles. No puedes sino gritar, llorar, maldecir, somatar puertas y, de pronto, encuentras a tu dulce hija, que te mira con esos ojos tan inocentes y te pide que les de comer, que le ayudes a bañarse y le pongas su pijama. Luego se va a dormir.

Quedas desolada, un trago parece ayudar solo un poco. La furia parece apaciguarse, te da tanta pena por esa pequeña niña. Llegas a pensar que le tocó la peor madre del mundo, que estaría mejor con alguien más. Esperas que cuando crezca el mundo haya cambiado, pero sabes que estará igual.

Sientes culpa, tu mente da vueltas y vueltas, ¿cuántas personas quisieran tener lo que tienes? ¿por qué de pronto sientes que te asfixia? Pero también piensas en esa larga lista de proyectos que siguen pendientes y cada día parecen más lejanos. Te quedas dormida llorando sin que nadie se dé cuenta. Has iniciado un nuevo año.

lunes, 6 de enero de 2014

Dilema: hacer el ”super” ó visitar un mundo exhuberante

Cuando era niña, las madres del barrio no iban a hacer ”el super” cada semana o quincena. Mi mamá, por ejemplo, iba al mercado todos los días, como “la patita de canasta y con rebozo de bolitas que iba corriendo y buscando en su bolsita centavitos para darles de comer a sus patitos”. Como la protagonista de la canción de Cri Cri, ella era, bueno es, una maga para estirar los billetes y aprovechar hasta el último centavo. En nuestra casa, nada, nadita se desperdiciaba.

Los fines de semana, o cuando yo estaba de vacaciones, la acompañaba y así podía ver cómo hacía su magia. Si eran fechas normales sin nada que celebrar, íbamos a mercados improvisados en calles de la zona 5, en las colonias Arrivillaga ó Santa Ana, incluso a uno que no sé dónde quedaba pero que era conocido como “el tierrero”, donde las ventas estaban colocadas en una calle empinada y sin asfaltar. Cuando soplaba el viento, las señoras se tapaban la boca y los ojos pues se levantaba el polvo, mientras las faldas parecían banderas de todos colores.

En esas ocasiones, eran compras rápidas, ella sabía cómo hacer todo más eficiente, qué comprar primero y qué de último, dónde estaban los mejores productos, con quién podía regatear y con quién no.

Porque, claro, la magia del estiramiento monetario tenía que ver con la forma de pedir que algo que costaba Q1 se lo vendieran en 25 centavos. Los marchantes se reían en su cara, pero mi mamá no se inmutaba, examinaba la mercancía en cuestión (una naranja, un ramo de flores, un corte de carne, un manojo de hierbas, un brócoli, una olla de peltre) como diciendo “esto no vale lo que me pides”. Yo tenía miedo, oh niña miedosa que era, de que nos sacaran a escobazos del lugar. Pero su cara de póker la hacía ganar la partida, al final nos íbamos con muchos productos más baratos.

Pero cuando había una ocasión especial, o había más dinerito, íbamos al mercado de La Palmita. Esa era una expedición mucho más importante. No quedaba cerca de nuestra casa, así que íbamos en bus, lo cual hacía más emocionante el viaje. Además, allí no vendían solamente artículos de primera necesidad, también habían otras cosas muy atractivas como ropa, juguetes, revistas, ¡cosméticos! Incluso muebles, plantas, electrodomésticos. Aquello era una locura para una niña de 7 u 8 años.

En esas ocasiones, mi presencia y a veces la de mi hermano eran útiles. Ayudábamos a cargar lo que mi mamá iba comprando con paciencia, con su misma cara de póker. Por eso al principio la visita era divertida, pero conforme iban avanzando los minutos se volvía literalmente pesada. Como premio a veces, solo a veces, me compraba un juguete, una prenda o incluso un accesorio como una moña para mi cabello o una pulsera.

Muchos de esos juguetes tenían que ver con todo ese mundo de comprar, cocinar, limpiar, cuidar a los niños. Tuve pequeñas balanzas hechas con dos guacalitos, canastitas para hacer el mercado, verduras y frutas de plástico en miniatura, tablitas de picar, coladores y sartenes de hojalata, hasta una pequeña “pila” o lavadero.

En nuestro mundo de las compras cotidianas, un día hubo un cambio radical. La vecinas de mi mamá le llegaron a contar que habían abierto un supermercado, un “Paiz”, no muy lejos de nuestro barrio. Pero no solo eso, estaba dentro de un centro comercial. Todo eso era novedoso, no era muy común ir a centros comerciales todavía. Lo más parecido era ir al “centro”, que completito era un gran mall.

Pero el Novicentro de Jardines era diferente, dentro de un solo edificio habían variados comercios. Entre ellos el susodicho supermercado, una palabra para mi nueva. Si los mercados me parecían fascinantes, me imaginé que estos otros lugares debían ser mucho mejores, como un super héroe de las ventas al detalle.

Como todos, nos fuimos a conocer el nuevo lugar. Nos fuimos a pie, acostumbrados a recorrer nuestra zona 5 caminando. A mis hermanos lo que les fascinó fue la pista de patinaje, creo que se llamaba Novi Roli, o algo así. Parecía una discoteca, lo único que se veían eran las luces de colores.

Mi mamá y yo fuimos a Paiz. Parecía una abarrotería gigante, a mis ojos de niña, era un laberinto sin fin. Tuve pesadillas, creo que todavía las tengo, donde me perdía entre los pasillos de latas y vasos de vidrio por docena. Recuerdo que por motivo de la inauguración, habían concursos que consistían en que ilusionadas amas de casa tenían cierto tiempo, digamos 5 minutos, para meter en su carreta todo lo que pudieran. No sé recuerdo cómo lo decidían, pero la ganadora se llevaba todo eso gratis.

Yo me divertía viendo todo aquella algarabía, pero mi mamá se veía algo desubicada. Creo que no se sentía a gusto, se miraba tímida sin poder desplegar su magia regateadora. Me pareció verle hasta un poco de desilusión al llegar a la caja, donde una amable empleada le cobró exactamente lo que decía en la etiqueta. ¿Qué emoción había en eso?

La verdad, ella nunca dejó de ir al mercado todos los días, sobre todo porque le quedaba a la vuelta de la esquina. Se regocijaba al encontrar quesos realmente frescos y fruta recién cortada, pero sobre todo siempre con la idea de poder sacarle más jugo a su dinero.

Ya mayor, cuando yo regresaba de la USAC a las 9 de la noche y caminaba en medio del mercado de Santa Ana en penumbras, me parecía un circo en reposo. Todo envuelto y cubierto pero listo para volver a representar su show cada día.

Desde las 5 de la mañana, se oía el despertar de aquel alegre campamento. Con sus vendedoras ebrias y mal habladas, sus carniceros enamoradizos, sus loquitos que hablaban solos, las misteriosas vendedoras de hierbas y pócimas, los indiscretos vendedores de ropa interior, los bolitos que cargaban la compra por unos pocos centavos. No faltaba el que llegaba con su megáfono a ofrecer a todo pulmón lo último de la moda o de la medicina natural. “Pasen pasen, no se lo pierdan”.


Epílogo

Desde que tengo una familia y trabajo para alimentarla, una buena parte de mi sueldo se queda en los supermercados. Qué daría yo por ir a los mercados de barrio, pero ¿a qué hora? Y ¿con qué energía? Esas ventas de artículos de primera necesidad que no cierran nunca son un mal necesario.

Como mamá, al principio incluso iba sola con mi hijo de meses, pero en Paiz de Jardines se portaban muy amables (ya no está en Novicentro, pero está cerca), no me dejaban meter sola mi compra en el carro. Pero eso fue cambiando poco a poco, desde que es un Waltmart más en el mundo.

Antes la mayoría de empleados eran maduros y sonrientes, en los pasillos había alguien para ayudarte, la sección de carnicería era muy eficiente y en cada caja había un cajero y un empacador.

Cuando Waltmart llegó, además de las remodelaciones, en Paiz Las Américas se empezaron a ver menos empleados. Luego, las caras fueron otras, más jóvenes y ciertamente menos amigables.

Un día anunciaron que el horario se ampliaba pues el supermercado estaría abierto 15 horas al día todos los días del año, y empezamos a notar apatía y amargura en los empleados, que ya ni siquiera sonríen al atenderte. Se nota la inconformidad, la mala gana, avientan las cosas y pasan trayendo lo que está a su paso. Varias veces me he escapado de ser atropellada por gigantescos carretas llenas de pesadas cajas.

Me hace pensar que estas multinacionales no solo han recortado personal (un experto en recursos humanos me explicó que cuentan con que los compradores sean atendidos por las impulsadoras de los proveedores), sino también le han recortado presupuesto a la formación en servicio al cliente.

Se nota además que han alargado los horarios y las atribuciones, pero no han mejorado los sueldos. Es la única respuesta que encuentro ante tal maltrato que nos dan cada lunes en Paiz Las Américas.