martes, 8 de febrero de 2011

Siendo puta no le fue mejor



Estaba un domingo (allá por el 2003) por la tarde en mi departamento sola, ya saben, echando la hueva. Oh aquellos días de lecturas, silencio, cigarros y comida rápida. Mis roomates de ese entonces eran dos chicas del interior, como muchas de las anteriores (patojas jóvenes que venían a la ciudad a estudiar) que aprovechaban los fines de semana para ir a su casa o para salir con el novio. Yo me quedaba disfrutando de la soledad diurna para luego salir a alguna aventura nocturna.

Gracias a todas estas chicas conocía a más gente, como esa chica alta de pelo largo a la cintura y una figura casi perfecta, su belleza era inusual, como una versión estilizada de una princesa maya. Eso sí, nada sofisticada ni elegante. Una flor silvestre.

Según me contaron, ella, llamémosla P., apenas fue unas semanas a la U. Era clásico que la mala preparación de la secundaria hacía que muchos desistieran de seguir estudiando, algunos ni llegaban a la época de Huelga de Dolores. Tanta ilusión de la familia, tantos preparativos, tantos gastos, para luego darse cuenta que estudiar no era lo suyo. El examen de admisión actual evita en parte que esto pase, cortando de entrada las alitas de los graduandos sin aptitudes. Pero esa es otra historia.

Y es que P. venía de una familia de escasos recursos. Si quería estudiar tenía que trabajar para mantenerse no solo a ella y su carrera, sino también a parte de su familia, quienes pensaban que había llegado a un mágico lugar donde el dinero crecía en árboles.

Ya con la U abandonada, P. encontró trabajo en una oficina de tercera categoría. De esas que las hacen trabajar unas 10 horas y les ofrecen el salario mínimo. Un trabajo rutinario, que apenas le daba para comer y pagar la renta (compartida con varias chicas más). La ayuda a sus hermanos debía esperar a que algo pasara.
Y algo pasó.

Ese domingo que les digo sonó el timbre. Con desgano pregunté quién era, “soy P.”, me dijo, “busco a M.”. Bajé para explicarle que su amiga había tenido que trabajar y que vendría hasta en la noche. Cuando vio el cigarro en mi mano, me pidió uno. Era obvio que quería entrar, así que la invité a pasar.

Apenas podía encender el rubio que le di, por lo que le pregunté si le pasaba algo. Rompió a llorar. Como no decía nada, aproveché a darle un vistazo. Había cambiado. El pelo de virgen de pueblo que le había conocido era ahora una cabellera con reflejos y capas, planchada y reluciente. Llevaba zapatos altos, pantalón de cintura baja que le quedaba como un guante y una blusita escotada.

Le llevé un vaso de agua y luego de tomar unos sorbos respiró, le dio una jalada al cigarro y empezó a hablar de una manera inusual. Casi no me miraba, hablaba viendo a lugares, cosas y personas que no estaban allí, sino en su relato, en su imaginación.

Empezó diciendo que estaba harta de ser pobre, de no tener cosas bonitas, de que su familia la hostigara pidiendo y pidiendo dinero. Encima tenía un novio que ni carro tenía. Lloraba, estaba como tratando de justificarse. Como si lo que había hecho era la consecuencia de su mala suerte.

Ser bonita no le había traído ningún beneficio, aseguraba, hasta que una chica le habló en una boutique de ropa a donde había entrado a ver nada más. Era una de esas boutiques donde venden ropa barata pero llamativa. La chica que le habló, me dijo, era como una modelo (aunque considerando sus parámetros estéticos me imagino que era más bien como una presentadora de canal 7). Empezaron a platicar pero ella notaba que no dejaba de verla de pies a cabeza, incluso la animó para que se probara cierta ropa.

Luego la invitó a un helado en el mismo centro comercial, y sin más le dijo que le quería ofrecer trabajo. Según P. la chava le dio tanta confianza, le cayó tan bien, que todo fue tan natural. Al preguntarle qué tipo de trabajo era, la desconocida solo le dijo que le iría contando poco a poco. Le pidió su número de teléfono, ella le dio el de la oficina porque no llegaba ni a celular, y se fue.

La llamaba varias veces al día, como queriendo hacerse su amiga, y le iba diciendo poco a poco que era demasiado bonita para ser secretaria, que debería ganar más. “Así como yo”, le decía con naturalidad. “Tengo celular, carro, me compro lo que quiero y voy al salón todos los días”. P. empezó a desear ser como ella.

Cuando la reclutadora sintió que P. estaba encandilada, le confesó que debía hacerse un esfuerzo y andar con hombres desconocidos, pero que en su mayoría eran buena gente.

P. detuvo su relato, pidió otro cigarro y luego de encenderlo al fin me miró a la cara. “Yo sabía que no era nada bueno, nada decente, pero ¡estaba desesperada!”.
Me explicó, otra vez ensimismada, que empezó como una broma, que creía que no iba a ser capaz. Primero llegó a un “casting” para que le tomaran fotos. Aquí su cara cambió un poco, tenía una expresión como de ilusión, de picardía. “Había una larga cola de mujeres esperando, de todas edades y tipos”. Según ella, incluso viejas y nada agraciadas, por lo que cuando P. apareció de inmediato le pusieron atención especial. “Habían unas señoras que decían que tenías hijos que mantener, que por eso estaban allí”. No me quiso decir dónde era “allí”, pero me dijo que cuando le tocó el turno, la hicieron ponerse un bikini y tomarse unas fotos mostrando su firme y moreno cuerpo.

Luego apareció la desconocida que la había invitado, ahora tenía más un tono autoritario. Le explicó que si era aceptada, le tomarían otras fotos más profesionales. Según la belleza de cada chica que contrataban tenían categorías. “¿Para qué?”, preguntó P., la otra le explicó con seriedad: “para que los clientes pudieran elegir”.

Ese día se fue espantada y convencida que aquello no era para ella, pero siguió recibiendo llamadas de su reclutadora, hasta que un día llegó a buscarla para darle un celular nuevo. Se lo entregó y le dijo que ahora estaría en contacto con otras personas, había sido aceptada.

Empezó a recibir llamadas de un hombre. Era galante y amable, le dijo que debía ir al salón de belleza a arreglarse el pelo, las unas y a depilarse el área del bikini. “Necesitamos nuevas fotos”. Cuando P. le dijo que no tenía dinero, él se rió. “No te preocupes, ahorita te paso dejando algo”. Le llevó Q1000 en efectivo y la dirección del salón al que debía ir y en donde sabían qué debían hacerle.
Me confesó que se deslumbró con el dinero, porque luego de las fotos, que ya fueron más que todo eróticas, le dieron otros Q1000 para que comprara ropa, “sobre todo interior, me dijeron”.

Ocupada en su make over, P. no se percató que sus fotos ya estaban en un sitio de Internet que ofrece mujeres a domicilio. Ella no era de las más caras, que se supone son modelos, ni de las más baratas, que no son tan agraciadas. Estaba justo en el medio.

En este punto de su relato yo ya no tenía más cigarros y sabía que lo que venía iba a ser impactante. No comprendía por qué tenía que decírmelo a mí, apenas me conocía. O tal vez por eso mismo se sentía más a gusto.

Mi olfato periodístico se activó, pensé, “esta podría ser la historia de mi carrera”, así que empecé la rutina de entrevistadora, de comprensiva interlocutora que va sacando poco a poco lo que quiere. Pero debía confiar solamente en la memoria, no podía ni grabar ni anotar.

Ella volvió a ensimismarse. Me explicó que ese negocio ofrece chicas exprés más que todo en el horario diurno. Así los oficinistas (principalmente maridos infieles) pueden aprovechar su horario de trabajo para ir a un motel cercano, donde un hombre le lleva a la chica que eligieron por Internet.

“El primero fue el más difícil”, me dijo sin más. Una gruesa lágrima empezó a gestarse en sus grandes ojos, pero tardaba en salir. “Me llamaron y me dijeron que pasarían por mí a las 12:30 y que ganaría Q300. Me quedé como idiota”, recordaba.

Cuando la gruesa lágrima se convirtió en un hilo de líquido negro que atravesaba su cara, cerró los ojos y me dijo que había sido asqueroso. 45 minutos de puro asco, mientras un hombre le hacía cosas repugnantes, con prisa, como un animal. “Me peleé con mi novio para no tener que verlo por unos días, me sentía tan sucia”. Yo pensé: ese lugar común es en realidad tan verdadero en algunos casos.

Luego P. quedó como apaleada en mi sillón, mi diván de terapeuta, sin energía. Lo que antes era un vómito de palabras, se volvió un grifo que goteaba. “¿Seguiste haciéndolo”?”, pregunté. Asintió con la cabeza, luego dijo que no podía negarse, al principio, porque debía pagar todo lo que se había gastado en el salón y en ropa, cosa que no le habían dicho. Luego, le dio miedo porque el hombre que antes era amable se había vuelto mandón. Además, cuando de veras empezó a ganar Q300 por vez (ya me imagino cuanto ganaba el pimp) y pudo enviar dinero a casa, empezó su desgracia, como una adicción al dinero.

Cuando quiso reconciliarse con el novio le regaló algo bastante caro para una secretaria, una televisión o algo así. Pero no se dejaba tocar por él. Ese domingo habían quedado en hablar en Peri Roosevelt, pero la conversación se puso difícil porque él ya sospecha. Le dijo que sabía que andaba en algo malo, que era una puta. Ella se levantó con la excusa de ir al baño, pero en realidad salió corriendo a mi casa en busca de M.

Calló, yo le dije que siempre podía salirse, que era joven y que podía regresar a su pueblo o irse a otra ciudad. Ella solo lloraba. No sé, me pareció que en fondo pensaba que era una condena que debía cumplir, o que quería cumplir. Le dije que el dinero se podía ganar de otra manera, que la estaban explotando, que cuando tuviera más edad qué iba a hacer. Ella solo me dijo que dónde iba a ganar tanto dinero. Yo ya no supe qué decir.

Quise obtener más detalles para poder iniciar mi investigación periodística. Cuál era la página de Internet, a dónde iban al casting, cuánto ganaba al día, al mes, si había menores de edad, si habían drogas en el ambiente. Pero no me quiso dar más detalles, creo que al no comprender mi curiosidad, pensó que yo estaba interesada en trabajar allí. “Si quieres te recomiendo con la chava”, me dijo viéndome de pies a cabeza. “También podrías ganar mucho dinero”.

Luego se incorporó, como si volviera en sí. Se arregló la cara y el pelo. Se fue y nunca más la volví a ver, no sé si habló alguna vez de esto con M., la más conservadora de mis roomates.

Llegué al Siglo Veintuno a proponer el tema, ya me miraba yo haciendo una gran investigación, con fotos de Stanley Herrarte al estilo de las que hicimos para un reportaje de travestis (por el que Stanley ganó un premio de la Embajada de EU), contando esta historia para desnudar esta realidad. Pero a los editores no les pareció, me dijeron que no era apropiado, que era alentar a que esto siguiera pasando pues muchachitas confundidas iban a querer trabajar de eso.

Y así, esta historia se volvió solamente un anécdota más en mi baúl.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Me gusta cuando callo, porque estoy como ausente…


A veces me quedo callada, por un rato, por unos días, semanas, meses. Un largo paréntesis, un descanso.

Hoy día esto podría parecer raro, en una época donde la gente se siente casi obligada a estarse reportando en el Facebook, en el Twitter, en su blog. No importa si no tienen nada interesante qué decir, lo que vale es decirlo, abrir la boca, decir aquí estoy.

Muchos construyen una especie de máscara a través de sus estatus y posts, se crean un alter ego, lo que quisieran ser. Se muestran controversiales, intelectuales (gracias a ciertas aplicaciones que les facilitan frases famosas), misteriosos, vivos. Algunos buscan problemas, otros la paz mundial.

Solo algunos tienen la palabra justa al teclear. Adoro a los que me informan de cosas interesantes, detesto a los que cuentan que les salió una espinilla o que anuncian cada paso que dan.

El caso más triste es el de cierta chica que en persona me parecía de lo más normal. Sin embargo, según su posts y estatus tenía una vida glamorosa, intelectual y parrandera. Parecía que era el alma de las fiestas, que era “la Darling” de todos.
Pero luego de mucho verla solo de manera virtual, me la topé en un cumpleaños. Parecía apagada, desubicada, sin chispa. Iba de un lado a otro como una sombra, mientras los demás se divertían. Eso sí, cuando empezaron los clicks para tomar fotos, que seguramente terminarían en las redes sociales, entró en personajes y empezó a posar.
Luego se apagó su sonrisa y volvió a las sombras.

Eso me enseñó una gran lección, curiosamente. Aunque callada y desconectada (o quizá más por eso mismo) prefiero vivir la vida (la real, no la virtual) intensamente. Siempre ensayando una historia, rumiando alguna idea.

Y sin darme cuenta, un año nuevo está aquí.

Si tuviera que elegir a puro tubo un propósito de nuevo año, diría que ya no quiero ser peleonera. Defender mis derechos, sí, decir lo que pienso, sí, denunciar lo que me parece injusto, sí. Pero sin despertar el odio en los demás. Los insultos arden como un pellizco o una bofetada, y ya no estoy para esos trotes.

Mejor, amor y paz.