(Columna publicada en el Diario de Centroamérica el 22 de agosto 2016 en el espacio Leitmotiv).
El título es de Miguel de Unamuno, data de 1908 cuando defendía
“su augusta majestad” en un texto. Hoy más que nunca estoy de acuerdo.
Hace poco tomé un curso de escritura creativa en inglés.
Todo hubiera estado bien si no fuera porque las tareas debían hacerse
redactando textos en inglés.
Qué bochorno. Aunque soy un hablante funcional de ese
idioma, al tratar de escribir creativamente sentí que perdí todo “mi poder”
para expresar lo que realmente quería. Era como tener un chaleco de fuerza
cuando lo que yo quería era bailar La Macarena.
La novelista estadounidense Amity Gaige, precisamente en ese
curso, explica que escribir es como contarle un sueño a alguien. Ya saben,
los sueños son medio locos y enredados, pero la mayoría de veces son
fantásticos e incluyen todo tipo de sensaciones y saltos en el tiempo y cambios
de locación. Requiere un esfuerzo muy creativo poder plasmar con palabras esa
visión para que los demás “sueñen” igual que nosotros.
En el caso de nuestro idioma, las herramientas son
maravillosas y nos otorga extensas posibilidades para trasladar al lector a ese
lugar en nuestra cabeza. Tratando de escribir en inglés comprobé la frustración
de tener muchas ideas, pero no saber cómo plasmarlas.
El idioma es pensamiento, también es identidad y es cultura.
No hay unos mejores que otros, cada uno tiene características propias que las
personas creativas saben explotar y lograr así tremendas obras.
En el mencionado texto de Unamuno, acerca de los defectos
que se le achacan al castellano él decía que son “tonterías de pedantes, que en
ninguna parte faltan, y de literatos condenados a no ser cosa alguna ni a
encontrar aplauso y eco sino expresándose en la lengua casera, la del comedor y
la alcoba”.
Sé que los tiempos han cambiado y con ellos el uso del
idioma. Esto no es malo, las lenguas son entes vivos que van evolucionando
según las necesidades de quienes los hablan. No soy purista, amo la lengua que
hablo pero tampoco creo que debe reducirse a un sinfín de reglas y acepciones.
Sin embargo, es un desperdicio que no se aproveche el
potencial que tiene el español. Hay que estudiarlo, sí, pero más que todo conocerlo,
poder ver su inmensidad e intentar navegar lo más posible en sus aguas. Amarlo,
vivirlo, saborearlo en nuestra propia boca y en la de los demás, dominarlo
hasta donde se pueda y después desarmarlo, armarlo otra vez, creando algo
nuevo.
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