lunes, 23 de marzo de 2009

La vida en un cubículo

Cuando estaba embarazada, por los antojos iba constantemente a donde Doña Mela, en el Mercado Central. Justo en frente hay una de las varias floristerías del lugar cuya dueña, o dependiente, no sé, también estaba embarazada.
Cada antojo cumplido significaba ver a la señora, igual de panzona que yo, trabajando sin parar en sus arreglos. Ella es esa clase locataria (no, no es una palabra despectiva) tan de nuestros mercados, morena, fibruda (con eso quiero decir algo así como maciza, musculosa pero no por las horas en el gimnasio sino por la vida dura) seria, que atendía con voz chillona a sus clientes, a quien llama mi rey o mi reina. Encima de sus prendas juveniles siempre lucía un enorme delantal con vuelos, que también cubría su prominente vientre, lo cual la hacía parte del gran conjunto de vendedoras.
Casi por los mismos días, ella tuvo una nena y yo un varón. Con la lactancia siguieron mis necesidades calóricas, o sea más antojos. Mientras yo estaba suspendida por más de tres meses, ella ya estaba trabajando en sus flores como al mes. En medio de follajes, rosas, yerberas, oasis y canastas, su bebé pasó a ser parte de la comunidad del mercado. Ella seguía haciendo y ofreciendo sus flores, mientras a ratos le daba el pecho a la pequeña. Nada de antojos, miedos, lecturas, depresiones o llamadas al médico, solo trabajo duro. Igual de primeriza que yo, esta mujer no tenía tiempo de andarse con babosadas.
En cada visita a donde Doña Mela, era inevitable las comparaciones entre mi consentido hijo y la pequeña. Del moisés, la nena de la florista pasó a un destartalado carruaje, donde empezó a ver pasar el mundo. No sé si por el entorno tan reducido, pero la nena se miraba que crecía con empuje y todo le quedaba pequeño.
Cuando ya pudo pararse, otra vez cambió de lugar. Esta vez a un corral sin gracia, rústico y muy pequeño, que no ha de medir más de un metro cuadrado. Supongo que ahí trató de dar sus primeros pasos, ahí sucedieron sus primeras caídas, y ahí se dio cuenta que tendría un hermanito.
La florista, dándole pecho todavía a la grande, empezó a dejar ver un nuevo y prominente embarazo, siempre afanada en sus flores. Vino otra nena y empezó otra vez el ciclo de moisés, carruaje y corral, con el inconveniente de que la grande también se quedó ahí.
Quiero entender la mentalidad de estas personas, pero no puedo. Sé por experiencia propia que un niño o niña mayor de dos años no se queda en un corral. No es natural. No deberían andar correteando por ahí?
Hoy que fui a comer una mi enchilada, ahí estaban la dos hermanitas, cual flores, metidas en el metro cuadrado donde transcurre su existencia. Una de un poco más de tres años y la otra acercándose a los dos. Sin embargo, a diferencia de las flores, ellas se ven marchitas y sucias, viendo pasar a la gente con un aire que me recordó a los animales del zoológico, lo cual me partió el corazón.
Su madre, seria y afanada, sigue dándole a los arreglos mientras llama a sus cliente mi rey y mi reina. Ojalá que ese delantal no oculte al tercer inquilino de aquel corral.

5 comentarios:

el VERDE !!! dijo...

q crudo... yo no las vi.

Anónimo dijo...

Yo voy a comer con Doña Mela y tiene una comida siempre deliciosaaaa.

David Lepe dijo...

imaginate, si sus hijas, van a tener el mismo corralito para sus retoños... puede ser. Dura historia.

Wendy García Ortiz dijo...

Y así como se repiten esas costumbres, se repiten otras igual de duras. Ojalá que sus generaciones decidan romper con los patrones porque si no, este mundo no va para ningún lado.

=o(

Nicté dijo...

y todavía matzinger (perdón ratzinger) dice que los condones son malos y que hay que tener los hijos que dios mande...
ni lo mande dios, pobres niñas