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Sólo sé escribir
Desde muy pequeña supe que me gustaba escribir, pero creía
que era un sueño dedicarme a eso para vivir. Sobre todo con el poco apoyo de
las maestras del colegio donde estudiaba que, como ya conté antes, no
comprendían por qué querría dedicarme a algo que “no da dinero”.
No obstante el poco apoyo, desde hace 12 años me dedico a
escribir día y noche. Es cierto, esto no me ha hecho rica pero me encanta lo
que hago. Tanto lo que publico, como periodismo o ficción, como lo que me
guardo. Algunas cosas las pulo y las pulo, otras las olvido, otras de plano las
descarto.
Actualmente soy parte de un proyecto de una editorial. Estoy
escribiendo para libros de textos donde se explica a adolescentes el arte de
escribir. Un trabajo fascinante, pero a la vez, muy complejo pero que me parece
de mucha importancia. Hay que incentivar a los futuros escritores desde niños.
Hace unas semanas al llegar a la USAC pude recordar cómo fue
llegar a los 18 años a la Facultad de Humanidades a estudias Letras. Mientras
que para otras personas la experiencia fue, y sigue siendo, desagradable, para mí
fue como llegar a mi nave nodriza. Sedienta de conocimiento, y de vivir, hice
de ese edificio mi hogar por quizá demasiados años.
Para otros era, y es, una institución retrógrada, para mí
era el mundo de los libros y lecturas que había añorado. He oído a escritores
decir que ese lugar no les aportó nada en la vida, que lo que saben lo
aprendieron afuera. He oído que la detestan y hasta se burlan de ella.
Yo no puedo dejar de agradecerle a esa Facultad, fundada por
el primer gobierno revolucionario de 1944, los mejores años de mi vida. En sus
aulas, a veces llenas y a veces solo para mí, me terminé de enamorar de la
literatura y del idioma español.
Ya escribía antes de entrar y al conocer a mis doctos
profesores me preguntaba ¿por qué ellos no estaban escribiendo y publicando? Si
tenían ideas geniales, dominaban la lengua de Cervantes y conocían las
características del buen escribir.
Pronto me di cuenta que precisamente por eso no lo hacían. O
por lo menos no se atrevían a publicar aunque escribieran. ¿Por qué? Porque sus
estándares de calidad y sus influencias eran elevadísimos.
Vi muchas veces su sonrisa de ternura cuando sus alumnos,
ingenuos recién iniciados en las letras, les decíamos que estábamos
escribiendo. Claro, ninguno se atrevía a enseñarles los textos porque nos
medirían con la misma vara que a García Lorca o a Borges.
Como decía Marco Antonio Flores, muchos eruditos tienen a la
literatura en una torre de marfil idolatrada, no le han perdido el respeto. Estos
profesores la aman y le temen, lo cual nos trataban de infundir también a
nosotros, haciéndonos creer que esos seres que escribieron esos maravillosos
libros que analizábamos eran de otras dimensiones, diferentes, elevados,
lejanos.
Eso podía desanimar a cualquiera, lo cual era una especie de
colador que nos filtraba. Los primeros en irse eran los que querían ser escritores
por la fama y la fortuna por obvias razones, luego se iban los que pensaban que
escribir “era fácil”. Se quedaron, bueno, nos quedamos, los necios, los
empedernidos.
Cuando gané algunos concursos y luego publiqué mi primer
libro, creo que mis profesores realmente se sorprendieron, pero no tanto como
yo. Los demás parecían preguntarse cómo lo había hecho.
Así lo hice: además de perderle el miedo a la literatura, me
animé a escribir desde el fondo de mis tripas. Usando toda la corrección lingüística,
saqué demonios que vivían dentro de mí a puros escupitajos. Me expuse como
quien dice desnuda frente a todos, sin pudor. En general es difícil de explicar, especialmente a niños y adolescentes.
Lo cierto es que así llegué al lugar al que pertenecía y
nunca me fui: el mundo de las letras, de las palabras. En los últimos días he
estado tratando de descubrir si existe algún otro ámbito en el que pudiera desenvolverme,
pero descubrí que no. Pues yo solo sé escribir.
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