El velorio más triste en la calle más
triste de la ciudad, aquella que es atravesada por la línea del tren y exhibe
minúsculos cuartitos donde las mujeres se venden por un rato. Pero ese oscuro
martes, el vecindario se organizaba para velar a un travesti que no tuvo quien
más le acompañara en su última noche.
A pesar de que Vanessa trabajaba lejos de
ahí, pues circulaba coqueta y elegante en la zona nueve, solo un viejo amigo
tuvo el tiempo y la voluntad de hacer “las vueltas” acompañado de las
solidarias mujeres de la línea.
Aunque algunas no conocieron a la finada, van y vienen en los preparativos,
maternales, solícitas, efectivas.
Lo que normalmente es una eterna fiesta,
se vuelve de pronto una funeraria. En el transcurso de la noche llegan amigas y
conocidas de Vanessa a llorar mientras beben uno que otro trago. “El
sentimiento en general es que la próxima puede ser cualquiera de ellas”,
explica Jorge López, director de Oasis. A causa de las amenazas que sufren por
su estilo de vida, extorsiones, homofobia y sida, la mayoría piensa que no
llegarán a los veinticinco años. Vanessa tenía veintidós y la recuerdan como
una persona discreta y callada, sin vicios. “Otro trago a salud de Vanessa,
aunque no chupaba”, dice una de las asistentes, que unas horas más tarde
aparece con las muñecas vendadas. Intentó cortarse las venas. En un momento
cuentan chistes y ríen a carcajadas,
para luego llorar histéricas y violentas. La noche las reúne y les otorga el
marco perfecto. Ni un vecino despierto, ni un peatón ni un automóvil en la
calle.
Con la luz y la actividad del día siguiente todo cambia. La propietaria del modesto salón de belleza contiguo se enfurece al encontrar las botellas y el olor a flores pisoteadas. El día muestra a los dolientes cansados, tristes, con una resaca más dura que las habituales. Se sirven más tragos como tratando de conjurar el mal. Pero el olor es ya insoportable. “Qué pasa que no viene la funeraria”, se preguntan. Parece mentira que se trate del travesti que aparece en las fotos, con un excepcional cuerpo y un porte elegante, tenía la buena costumbre de ahorrar. Por eso corren rumores. Se dice que no pudo abrir una cuenta bancaria por los documentos que le pedían, por eso tenía bastante dinero en efectivo en su casa. Algunos acusan a otra travesti, bastante más pequeña y delgada que Vanessa. Otros hablan de un novio drogadicto y alcohólico que la explotaba. Pero hay un rumor más insistente y oscuro que rodea también la muerte de otros homosexuales. Se trata de un poderoso extorsionador que las induce a la adicción a diferentes drogas para luego exigirles dinero. No precisamente para protegerlas, sino para no matarlas. “Parece que Vanessa se negaba a pagarle”, dicen las voces murmurando, diciéndolo más como para ellos mismos, en un soliloquio etílico. Nadie dice más, nadie hace denuncias, temen ser la siguiente. Lo cierto es que el día de su muerte, a pesar de ser sábado, Vanessa pidió no ser molestada y se encerró en su habitación, quizá temiendo algo.
Cuando el carro fúnebre llega, que es una
camioneta aerostar sin sillones, la lluvia empieza a caer y los vecinos salen a
ver la escena. Hasta los pasajeros de los buses urbanos que pasan tratan de
comprender en esos fugaces segundos qué es lo que pasa. Travestis,
homosexuales, lesbianas, indigentes, prostitutas, proxenetas y trabajadores de
la feria luciendo el luto más políticamente incorrecto y a la vez solidario,
acarreando flores, lágrimas, inciensos, oraciones y maldiciones.
Por
el tráfico del medio día, el camino hacia el Cementerio General se hace
largo, tortuoso. Algunos van en bus, otros en taxi. Bajo la lluvia, el viejo
camposanto recibe al cortejo con su marchita belleza. Cuando alzan el ataúd de
Vanessa en hombros, por un segundo parece que lo dejarán caer. Algunos cierran
los ojos esperando lo peor. Los enterradores esperan indiferentes que el grupo
acabe al fin de llegar; con las últimas palabras de despedida corren más
lágrimas y más tragos. Mientras sellan el nicho con cemento y ladrillos, un
ambiguo coro canta algunos cantos religiosas. De regreso a la entrada del
cementerio, se encuentran con otros sepelios no menos tristes, como el del niño
de seis años que asesinaron por estar en medio de una balacera. Los amigos de
Vanessa quedan profundamente conmovidos y se acercan a compartir los lamentos.
Comprenden que no solo ellos corren peligro y viven un día a la vez. Los deudos
y enlutados se revuelven, los gritos y desmayos se confunden. Llegan los
bomberos. Casa llena en el cementerio.
*Esta crónica apareció en Magazine 21 en
julio 2004, las fotos son de Stanley Herrarte
2 comentarios:
Una crónica muy bien llevada, Jessica. Excelente. Conmueve, aterra y hace recorrer los lugares y el dolor.
Felicitaciones!!
Gracias! :)
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