lunes, 6 de octubre de 2014

Vida travestida*


El velorio más triste en la calle más triste de la ciudad, aquella que es atravesada por la línea del tren y exhibe minúsculos cuartitos donde las mujeres se venden por un rato. Pero ese oscuro martes, el vecindario se organizaba para velar a un travesti que no tuvo quien más le acompañara en su última noche.

A pesar de que Vanessa trabajaba lejos de ahí, pues circulaba coqueta y elegante en la zona nueve, solo un viejo amigo tuvo el tiempo y la voluntad de hacer “las vueltas” acompañado de las solidarias mujeres de la línea. Aunque algunas no conocieron a la finada, van y vienen en los preparativos, maternales, solícitas, efectivas.

 Vanessa, que en el certificado de defunción aparece como XX porque al momento de levantar su cuerpo no tenía identificación, era originaria de El Salvador y fue asesinada en el cuarto de hotel donde vivía. Su cédula apareció después; unos policías que no se identificaron fueron a dejarla al Ministerio Público. El nombre que aparece ahí, que cambió en cuanto empezó a  travestirse, era Israel Anzora Murcia. Su puerta no fue forzada, alguien llegó a buscarla, la amarró y le dio fuertes golpes en la cabeza hasta que murió. Al salir dejó el radio y la  televisión a todo volumen. A simple vista y según el MP sus pertenencias estaban intactas. A pesar de alegar que la escena del crimen estaba contaminada cuando llegaron, aseguran tener hipótesis y sospechosos. Siempre dicen lo mismo.

 Representantes de la Organización de apoyo a una sexualidad integral frente al sida, Oasis, llegan a dar ánimos  y  a contribuir en los preparativos y gastos. Cada vez que un travesti muere y no tiene familiares cercanos, porque suelen ser extranjeros, esta organización apoya y acompaña a los dolientes y además pone las denuncias en donde corresponde. Antes de acercarse al féretro de Vanessa, se lleva a cabo una reunión en un cuarto de trabajo sexual que mide dos metros de largo por uno y medio de ancho. La dueña del lugar tiene que sacar a sus hijos, que exigen su atención, para poder conversar en privado. Afuera se escuchan las vocecitas de los niños llamándola. Todos toman asiento en un pequeño catre para intercambiar documentos e información. Gracias a la eficiencia de los improvisados tramitadores, la papelería está en orden. Ya se han hecho gastos pero todavía hay más cosas que pagar. Además no quieren dejar de ofrecer café, ponche y sandwiches a los asistentes, que no están acudiendo como se esperaba. “Es por el sector, por aquí es muy peligroso” dice la anfitriona del cuarto. “Por eso vamos a llevar después a Vanessa a la Super Gaby, que es un lugar donde todos llegan siempre” explica. La dueña de dicho bar-discoteca accedió ceder el espacio para hacer ahí el velorio más tarde, cuando las compañeras de la difunta hayan trabajado un rato. “Les gusta llevar ya un poco de dinero para contribuir al velorio y poder tomarse unos tragos”, asegura.

 El sencillo ataúd de Vanessa está al otro lado de la calle, al final de un largo pasillo en una vieja casa hecha de lepa, adobe y cartón. Casi ocupa todo el cuarto de otra sexotrabajadora. Una marchita corona de flores es lo único colorido, los pocos presentes parecen no saber hacia a dónde dirigir sus miradas. Cuando la escena no podía ser más sombría, las primeras gruesas gotas de lluvia empiezan a caer sobre el frágil techo entristeciendo más el ambiente, ya corrupto por el peculiar olor del cadáver de tres días. “Hay  que llevarla ya a la Super Gaby”, dice alguien al fin.

Lo que normalmente es una eterna fiesta, se vuelve de pronto una funeraria. En el transcurso de la noche llegan amigas y conocidas de Vanessa a llorar mientras beben uno que otro trago. “El sentimiento en general es que la próxima puede ser cualquiera de ellas”, explica Jorge López, director de Oasis. A causa de las amenazas que sufren por su estilo de vida, extorsiones, homofobia y sida, la mayoría piensa que no llegarán a los veinticinco años. Vanessa tenía veintidós y la recuerdan como una persona discreta y callada, sin vicios. “Otro trago a salud de Vanessa, aunque no chupaba”, dice una de las asistentes, que unas horas más tarde aparece con las muñecas vendadas. Intentó cortarse las venas. En un momento cuentan chistes  y ríen a carcajadas, para luego llorar histéricas y violentas. La noche las reúne y les otorga el marco perfecto. Ni un vecino despierto, ni un peatón ni un automóvil en la calle.

Con la luz y la actividad del día siguiente todo cambia. La propietaria del modesto salón de belleza contiguo se enfurece al encontrar las botellas y el olor a flores pisoteadas. El día muestra a los dolientes cansados, tristes, con una resaca más dura que las habituales. Se sirven más tragos como tratando de conjurar el mal. Pero el olor es ya insoportable. “Qué pasa que no viene la funeraria”, se preguntan. Parece mentira que se trate del travesti que aparece en las fotos, con un excepcional cuerpo y un porte elegante, tenía la buena costumbre de ahorrar. Por eso corren rumores. Se dice que no pudo abrir una cuenta bancaria por los documentos que le pedían, por eso tenía bastante dinero en efectivo en su casa. Algunos acusan a otra travesti, bastante más pequeña y delgada que Vanessa. Otros hablan de un novio drogadicto y alcohólico que la explotaba. Pero hay un rumor más insistente y oscuro que rodea también la muerte de otros homosexuales. Se trata de un poderoso extorsionador que las induce a la adicción a diferentes drogas para luego exigirles dinero. No precisamente para protegerlas, sino para no matarlas. “Parece que Vanessa se negaba a pagarle”, dicen las voces murmurando, diciéndolo más como para ellos mismos, en un soliloquio etílico. Nadie dice más, nadie hace denuncias, temen ser la siguiente. Lo cierto es que el día de su muerte, a pesar de ser sábado, Vanessa pidió no ser molestada y se encerró en su habitación, quizá temiendo algo.

Cuando el carro fúnebre llega, que es una camioneta aerostar sin sillones, la lluvia empieza a caer y los vecinos salen a ver la escena. Hasta los pasajeros de los buses urbanos que pasan tratan de comprender en esos fugaces segundos qué es lo que pasa. Travestis, homosexuales, lesbianas, indigentes, prostitutas, proxenetas y trabajadores de la feria luciendo el luto más políticamente incorrecto y a la vez solidario, acarreando flores, lágrimas, inciensos, oraciones y maldiciones.

Por  el tráfico del medio día, el camino hacia el Cementerio General se hace largo, tortuoso. Algunos van en bus, otros en taxi. Bajo la lluvia, el viejo camposanto recibe al cortejo con su marchita belleza. Cuando alzan el ataúd de Vanessa en hombros, por un segundo parece que lo dejarán caer. Algunos cierran los ojos esperando lo peor. Los enterradores esperan indiferentes que el grupo acabe al fin de llegar; con las últimas palabras de despedida corren más lágrimas y más tragos. Mientras sellan el nicho con cemento y ladrillos, un ambiguo coro canta algunos cantos religiosas. De regreso a la entrada del cementerio, se encuentran con otros sepelios no menos tristes, como el del niño de seis años que asesinaron por estar en medio de una balacera. Los amigos de Vanessa quedan profundamente conmovidos y se acercan a compartir los lamentos. Comprenden que no solo ellos corren peligro y viven un día a la vez. Los deudos y enlutados se revuelven, los gritos y desmayos se confunden. Llegan los bomberos. Casa llena en el cementerio.

 
*Esta crónica apareció en Magazine 21 en julio 2004, las fotos son de Stanley Herrarte
 
 

2 comentarios:

Maria dijo...

Una crónica muy bien llevada, Jessica. Excelente. Conmueve, aterra y hace recorrer los lugares y el dolor.
Felicitaciones!!

J M dijo...

Gracias! :)