sábado, 10 de enero de 2015

Y entonces me fui de casa


Hace poco una buena amiga me recordó el primer apartamento donde viví como mujer independiente. Son lejanos pero queridos recuerdos, conservo queridas amigas que conocí en ese tiempo.

Irse de la casa de los padres es difícil, pero a mi entender, necesario. Viviendo por nuestra cuenta se aprenden valiosas lecciones que sirven para toda la vida.  En mi caso, ya no me sentía bien. Siendo independiente económicamente también quería serlo de otras formas. Porque es lógico, como dice la gente, mientras estés bajo el techo de tus padres ellos ponen las reglas.

Es un momento incómodo, cuando tu familia es convencional quieren que llegando a los 25 uno empiece a pensar en casarse, que siente cabeza, como si fuera la única opción para la mujer. Si uno no lo hace o no tiene interés, lo empiezan a  ver como rara, o que tiene algún problema. Ese es un momento crucial, pues quedarse significa vivir con esa presión y/o vivir con muchos problemas y desacuerdos. Irse podría ser una especie de ruptura con la familia, pero es encontrarse con uno mismo. Opino que hay que vivir con intensidad todas las etapas, no saltarse ni una. Si no, luego puede arrepentirse. He visto chicas que se casaron "bien" y muy jóvenes, pero luego añoraron todo lo que la independencia otorga y enseña.

Todavía algo indecisa, tuve un golpe de suerte. En un condominio que quedaba a metros de mi trabajo, mi centro de estudios y el centro del universo para mi (la USAC), un grupo de patojas necesitaban una roommate más. Claro, como todos, yo soñaba con tener mi propio departamento para mi solita, pero era imposible con un sueldo de oficinista.

No logro recordar cómo me enteré que en el Condominio Santa Rosa había una “vacante”. Era, supongo que todavía lo es, un complejo de apartamentos seguros, amplios y muy bien diseñados, con áreas de jardín y de juegos. Un lugar donde cualquiera quisiera vivir.

Toqué la puerta vestida de manera más bien formal debido a mi trabajo como secretaria, y me abrió una chica en chancletas y pantaloneta. Adentro había otras patojas que casi al medio día parecían que se acababan de levantar. Todas eran más jóvenes que yo y del interior del país, sus padres las habían mandado a la capital a estudiar y les mandaban mensualmente dinero (y a veces cajas con comida casera). A ellas les extrañó mi caso, siendo de aquí no quería vivir con mis padres, cosa que ellas añoraban.

El apartamento era grande como para una familia numerosa, así que para que los costos fueran menores se podían acomodar hasta 6 personas. Por esa razón, la renta era una ganga. No lo dudé ni un segundo y acepté. Ellas me dijeron cuáles eran sus reglas y todas me parecieron razonables (del tipo de hacer pagos puntuales, cada quien usa su champú, nadie debe tocar la comida de las demás, entre otras).

A comparación de la amplitud con la que vivía con mis padres (además de mi dormitorio con un gran clóset, después de que se casaron mis hermanos tenía espacio de sobra, hasta tenía un cuarto donde guardaba solo zapatos y otro para mis amigas cuando se quedaban), la habitación que me tocó era pequeña pero era perfecta para mi. Afortunadamente, el resto de la casa era amplia y luminosa. Además, era satisfactorio poder pagar todo eso con mi propio dinero.

Yo les pedí solo una cosa: quería redecorar el lugar. Me horroricé al ver las cortinas que se sostenían con lazos, las paredes estaban desnudas, prácticamente no había muebles. Ellas aceptaron un poco intrigadas, no entendían por qué quería hacer eso. Siempre he tenido la necesidad de personalizar lo que me rodea.

Recuerdo que al final de la negociación, una de ellas me dijo: “vamos a vivir como en la serie Friends”. Yo sonreí a la fuerza. Es un cambio muy brusco de repente chocar con otras 5 formas de vida con personas que no son de tu familia, aunque puede ser una fiesta, claro, también hay problemas cotidianos.

A pesar de los años de trabajar y estudiar en la U, y estar metida en política estudiantil, había situaciones en las que realmente era inexperta. No sabía dónde se pagaba la luz, por ejemplo, ni cómo preparar una simple olla de arroz. Recuerdo que las primeras semanas fueron una fiesta sin parar, podía hacer lo que se viniera en gana (claro, sin dejar nunca de ir al trabajo o a estudiar). Cosas tan tontas como poder ver tele hasta tarde o comer en la cama me hacían feliz. Pero, llegó un día en que me enfermé de gripe. Allí me sentí indefensa y extrañé mi casa, a mi mamá para que me cuidara y curara, pero tuve que hacerle frente sola. Fue toda una lección.

Para las demás, aquel apartamento era un lugar para hacer tareas, comer y dormir. Su verdadera casa, estaba en su pueblo. Para mi, no había otro lugar a dónde ir, por eso me esforcé por hacerlo mi hogar.

A ellas les encantó que hubiera un cómodo amueblado de sala, de bambú para más señas, pero no entendían las manchas que había colgado en un cuadro. Era una reproducción de obra de Kandinski. A pesar de que me esforcé, y gasté, para que aquello pareciera un hogar, era la que menos lo disfrutaba. Salía muy temprano a mi oficina, que podía ver desde mi ventana, y regresaba en la noche después de clases. Prácticamente no usaba mi carro, solo para ir a lavar mi ropa, a visitar a mi mamá y al supermercado.

A veces regresaba a media tarde a hacer una siesta y encontraba a mis compañeras jugando como niñas, en guerras de agua o de comida. Oyendo música merengue o salsa a todo volumen, hablando por teléfono sin parar o chateando con extraños de otros países. No podíamos ser más diferentes.

Pero los fines de semana, feriados y vacaciones aquel lugar quedaba vacío (ellas se iban con su familia) y era todo para mi. Había música trova y rock, olor a incienso, tabaco y mariguana y, sobre todo, largas charlas sobre arte y literatura. A veces subíamos al techo a ver las estrellas por horas. Mis amigos, algunos peludos y otros de aspecto dark, no le caían bien a los guardianes ni a los vecinos.

Mis compañeras tenían que aguantar mis costumbres para ellas raras. Tengo que reconocer que llegué a escandalizarlas (sobre todo a las primeras habitantes) y hasta cierto punto fui la causante de que las cosas cambiaran, se dieron por vencidas conmigo y las originales se fueron, me fui quedando con el control y administración.

Por unos años, creo que fueron casi 3, aquella fue la vida ideal. Escribí más que nunca, salía por las mañanas a caminar al bosque de Las Ardillitas y en las noches exploraba la efervescente vida nocturna de los alrededores. Viviendo en este apartamento me enteré que gané el premio centroamericano que me permitiría publicar mi primer libro. Creía que había alcanzado el Nirvana.

Pero no todo era perfecto, aquella forma de vida era mucho más compleja. Vi sueños que fueron rotos. De los cientos que llegan con aspiraciones a la universidad son muchos los que se encuentran con obstáculos, tentaciones, vicios o, simplemente, la dura realidad de que estudiar es más difícil de lo que creían (en aquel  tiempo todavía no había examen de admisión en la USAC). En la facultad donde trabajaba, Odontología, se veía mucha repitencia sobre todo en primer ingreso. Era obvia la mala preparación que traían del nivel medio.

Otro factor eran los novios. Algunas de las chicas que conocí regresaron a casa sin un título pero con un bebé en camino.

En cuanto a mi, en esa casa terminé mis años tranquilos cuando terminé la U, al mudarme dejaría de ser secre para convertirme en periodista. Justo al salir de esa casa empezó una etapa de oscuridad y desencanto.

(Siempre he querido escribir algo más largo sobre aquellos años, tal vez escriba más aquí sobre los cambios de inquilinas, los dramas, los novios, mi primer gato, de cuando nos echaron, la mudanza-fiesta en una noche lluviosa…)

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