(foto de Morena Pérez Joachín tomada en 2004)
En agosto 2004 mi vida era muy diferente, estaba en una etapa que estaba llegando a su fin. Mi existencia, como la de todos, está compuesta por ciclos que he vivido intensamente. Tanto, que al terminarlos quedo muy cansada, casi destruida. Sabía, a los 32 años, que debía avanzar o moriría.
Parece
mentira pero hace 10 años vivíamos de otra manera. No había teléfonos
inteligentes con cámara, tampoco se había inventado el Facebook. De ambas cosas
me alegro, la mayoría de mis andanzas, glorias y miserias no se hicieron
públicas ni quedaron registradas (la foto de arriba me la tomaron en Siglo 21, era para ilustrar una nota de Halloween, por eso los ojos raros).
Lo que
lamento es que no hay fotos de ese día de agosto 2004, calculo que fue a
finales. Eran épocas de desvelos y parrandas y trabajo duro. Me mandaron al
Paraninfo Universitario a hacer unas entrevistas, preparaba un artículo sobre
Centros Culturales. Stanley Herrarte y yo fuimos sin muchas ganas, aunque
recuerdo que el día era precioso seguramente por la canícula.
Llegando al
imponente edificio, muy querido por tantos recuerdos universitarios, me
encontré con un singular grupo de personas sentadas en las gradas de la
entrada. Estaban vestidos de manta blanca y rodeaban a un sonriente hombre
mientras bromeaban y comían unos “panitos”.
Solo me
tomó unos segundos reconocer al que estaba en el centro: era Ranferí Aguilar.
El mismísimo que había provocado mi primer enamoramiento a los 15 años. El
rockstar para mi inalcanzable que me había dado un par de autógrafos y con
quien había platicado algunas veces. Pero estaba diferente, su vibra era otra.
Ahora parecía una especie de chamán, de guía espiritual, relajado y sonriente
calzado con caites. Ahora era el Hacedor de lluvia.
Tenía que
hacer mi trabajo, solo me pregunté qué estaba haciendo allí y luego seguí mi
camino. Silvia Obregón me recibió amablemente y pasamos un par de horas
recolectando información y tomando fotos. Stanley y yo solo queríamos terminar
con nuestro trabajo e irnos. Creo que era martes.
Al
terminar, Silvia me dijo: “¿Por qué no te quedas? Hay un concierto más tarde”, pregunté
de quién era la presentación. “De Ranferí Aguilar” dijo Silvia y empezó a
convencerme para que me quedara a oír la música étnica de este talentoso
artista. Ella no sabía lo que él significaba para mi.
Stanley se
fue, yo me quedé, mi próximo compromiso era hasta las 8 de la noche. Antes del concierto, tuve que
esperar dando vueltas por esos corredores antiguos de mi alma mater.
Recordando, siempre recordando, por ejemplo cuando en 1994 siendo miembro del
Honorable Comité de Huelga estaba en la víspera del desfile bufo e intentaba
dormir en una banca, luego descubrí que mi novio de entonces no estaba. Eran
como las 4 de la mañana, me levanté y empecé a buscarlo.
Esa noche
el edificio y sus alrededores se convertían en un especie de campamento lleno de
borrachos gitanos/guerreros que se preparan para salir a la batalla/espectáculo
del día siguiente. Algunos cantaban, otros bailaban o ensayaban, algunos jugaban cartas,
pocos dormían. En ese tiempo, no sé ahora, cada miembro del “Hono” tenía un guardia
personal que lo seguía a todas partes. El mío andaba tras de mis pasos mientras
buscaba a mi novio. Finalmente, lo encontramos en un pasillo mal iluminado.
Estaba con la sotana negra subida hasta el pecho, el pantalón y ropa interior
en las rodillas, y una chica tenía sus piernas alrededor de su cintura. Creo
que ni cuenta se dieron que los vimos. Me fui a las gradas de la entrada a
llorar, mi acompañante/escolta me consolaba y secaba mis lágrimas con su
capucha. Vimos el amanecer sentados en esas gradas.
Esas mismas
donde había encontrado de nuevo a mi amor platónico de adolescencia. Esa tarde
de 2004 tuve tiempo para pensar en el pasado, en mi presente y preguntarme qué
sería de mi futuro. No sabía que al llegar ese día a ese lugar en ese momento
estaba cambiando para siempre mi destino.
Llegó la
hora del show de Ranferí, me senté en medio del salón y cuando salió el
chamán de mis sueños se iluminó el escenario, el Paraninfo y mi vida. Cada refrescante
nota intentaba revivirme, como a una flor marchita.
No sé
cuánto duró el concierto, para mi no era un tiempo medible en minutos o
segundos, sino en sensaciones y pensamientos que fluían a mil por hora. Era
como si el muchacho que me había hecho sentir enamorada por primera vez tantos
años atrás, había recorrido un camino que lo convertiría en ese hombre que ese
día me ofrecía esa fresca lluvia de música y me gustaba aún más. El que me
convenía no era el presumido rockero de 1988, el que en realidad estaba
destinado para mi era ese artista consumado que sacaba música de todo lo que
tocaba, hasta su cuerpo.
Todavía en
trance, levitando, sentía algo me trataba traerme de vuelta. Era la vibración
de mi celular en el bolsillo que insistía e insistía que regresara a tocar
tierra. Era mi cita de esa noche que ya estaba afuera esperando de mal humor. Le
contesté y atiné a decir que ya salía. Había pensado esperar al final para
hablarle a Ranferí, para ver qué sentiría estrechándole la mano. Pero debía
irme y regresar a mi locura. Le dije adiós de lejos, claro, ni cuenta se dio.
Yo era una persona más encantada por su arte.
Me fui a mi
acostumbrada reunión de música, juegos de mesa, alcohol y otras sustancias con
mis amigos, mi familia adoptiva, mi mara. Pero seguía fascinada, recuerdo como
si fue ayer que, mientras esperábamos al dealer en la solitaria y silenciosa esquina,
le dije a mi amigo: “Hoy vi algo que nunca había visto”, y el conté la
experiencia. Él tenía otras cosas en mente, apenas me puso atención.
Pero la
suerte estaba echada, en mi se había encendido una llamita de las cenizas de la
adolescencia. Ese calor no se detendría hasta volverse una llamarada, después un
incendio declarado, que me cambiaría por completo. Como la roza que deja el
suelo fértil, a mi me dejaría apta para amar y dar la vida.
De ese día,
nació este texto que publiqué en mi columna de Monitor de Siglo Veintiuno una
semana después, a finales de agosto 2004 (lo comparto intacto):
Confesiones de una pequeña groupie
Todos
tenemos algún episodio oscuro en el pasado del que quisiéramos olvidarnos. En
mi caso, antes de andar defendiendo los derechos de las mujeres y amargarme,
traté de ser una groupie.
Apenas
estaba empezando el secretariado y para mi mejor amiga y para mí, no había nada
más importante en el mundo (me sonrojo al recordar) que Alux Nahual. No voy a
entrar en detalles de las visitas en sus ensayos, las cartas, los regalos y la
poca gratitud de los susodichos. Solo diré que amaba a Ranferí Aguilar como
solo puede una quinceañera. Las tripas se me revolvían y dolían cuando lo
miraba, y cuando lo oía cantar, a veces lloraba. El, como buena estrella de
rock, tenía miedo de mis histerias y me trataba con cautela.
Quince
años después, por cuestiones de trabajo
fui al Paraninfo Universitario. Me pidieron que me quedara porque habría una
presentación de Ranferí. Un terrible golpe de nostalgia me hizo quedarme.
Se apagaron
las luces y apareció vestido todo de blanco con un aire chamanesco. A pesar de
su melena canosa y sus amplias entradas, en su rostro hay una vitalidad que le
da todavía un aire de juventud. Además, el hombre como que hace sus ejercicios
porque en lugar de ser un cuarentón con panza chelera, se mira en óptimas
condiciones. Sentada a solas en la oscuridad disfrutaba de nuestro reencuentro,
aunque él ni siquiera se imaginaba que se llevaba a cabo. Concentrado en la
música de su disco Hacedor de lluvia,
se entregaba emocionado a su arte. Yo trataba de adivinar cuántos hijos tiene,
si está casado todavía, cómo le hace para envejecer con tanta gracia (suerte
que no han tenido los otros aluxes).
Cuando se
acercaba el final del concierto, me tentaba la idea de acercarme y decirle “sé
que no te acordás de mí, pero hace mil años te amaba con locura”. Una llamada
me regresó a mi vida adulta de hoy, le eché una última mirada y su maravillosa
sonrisa de hombre bueno iluminaba el escenario. Decidí que no me arrepentía de
mi no correspondido amor de adolescente, y le dije en voz alta “hubiéramos sido
tan felices…”
7 comentarios:
J. No sabes en cuanto y como la remembranza del tiempo trae la visión de los hechos futuros y el infinito tiene libros escritos. saludos a los dos de corazón., el tal Noviembre.
Gracias amigo!!! qué lindas palabras...
Me encanta que de alguna manera contribuí al inicio de esta bella historia de amor. Los quiero chicos
❤ felices para siempre!!!
Eso espero... :)
Querida amiga!!! me encanto esta historia de amor! Muchas felicidades
Marlene y Silvia: gracias por leer y por compatir mi felicidad... un abrazo!
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