lunes, 6 de enero de 2014

Dilema: hacer el ”super” ó visitar un mundo exhuberante

Cuando era niña, las madres del barrio no iban a hacer ”el super” cada semana o quincena. Mi mamá, por ejemplo, iba al mercado todos los días, como “la patita de canasta y con rebozo de bolitas que iba corriendo y buscando en su bolsita centavitos para darles de comer a sus patitos”. Como la protagonista de la canción de Cri Cri, ella era, bueno es, una maga para estirar los billetes y aprovechar hasta el último centavo. En nuestra casa, nada, nadita se desperdiciaba.

Los fines de semana, o cuando yo estaba de vacaciones, la acompañaba y así podía ver cómo hacía su magia. Si eran fechas normales sin nada que celebrar, íbamos a mercados improvisados en calles de la zona 5, en las colonias Arrivillaga ó Santa Ana, incluso a uno que no sé dónde quedaba pero que era conocido como “el tierrero”, donde las ventas estaban colocadas en una calle empinada y sin asfaltar. Cuando soplaba el viento, las señoras se tapaban la boca y los ojos pues se levantaba el polvo, mientras las faldas parecían banderas de todos colores.

En esas ocasiones, eran compras rápidas, ella sabía cómo hacer todo más eficiente, qué comprar primero y qué de último, dónde estaban los mejores productos, con quién podía regatear y con quién no.

Porque, claro, la magia del estiramiento monetario tenía que ver con la forma de pedir que algo que costaba Q1 se lo vendieran en 25 centavos. Los marchantes se reían en su cara, pero mi mamá no se inmutaba, examinaba la mercancía en cuestión (una naranja, un ramo de flores, un corte de carne, un manojo de hierbas, un brócoli, una olla de peltre) como diciendo “esto no vale lo que me pides”. Yo tenía miedo, oh niña miedosa que era, de que nos sacaran a escobazos del lugar. Pero su cara de póker la hacía ganar la partida, al final nos íbamos con muchos productos más baratos.

Pero cuando había una ocasión especial, o había más dinerito, íbamos al mercado de La Palmita. Esa era una expedición mucho más importante. No quedaba cerca de nuestra casa, así que íbamos en bus, lo cual hacía más emocionante el viaje. Además, allí no vendían solamente artículos de primera necesidad, también habían otras cosas muy atractivas como ropa, juguetes, revistas, ¡cosméticos! Incluso muebles, plantas, electrodomésticos. Aquello era una locura para una niña de 7 u 8 años.

En esas ocasiones, mi presencia y a veces la de mi hermano eran útiles. Ayudábamos a cargar lo que mi mamá iba comprando con paciencia, con su misma cara de póker. Por eso al principio la visita era divertida, pero conforme iban avanzando los minutos se volvía literalmente pesada. Como premio a veces, solo a veces, me compraba un juguete, una prenda o incluso un accesorio como una moña para mi cabello o una pulsera.

Muchos de esos juguetes tenían que ver con todo ese mundo de comprar, cocinar, limpiar, cuidar a los niños. Tuve pequeñas balanzas hechas con dos guacalitos, canastitas para hacer el mercado, verduras y frutas de plástico en miniatura, tablitas de picar, coladores y sartenes de hojalata, hasta una pequeña “pila” o lavadero.

En nuestro mundo de las compras cotidianas, un día hubo un cambio radical. La vecinas de mi mamá le llegaron a contar que habían abierto un supermercado, un “Paiz”, no muy lejos de nuestro barrio. Pero no solo eso, estaba dentro de un centro comercial. Todo eso era novedoso, no era muy común ir a centros comerciales todavía. Lo más parecido era ir al “centro”, que completito era un gran mall.

Pero el Novicentro de Jardines era diferente, dentro de un solo edificio habían variados comercios. Entre ellos el susodicho supermercado, una palabra para mi nueva. Si los mercados me parecían fascinantes, me imaginé que estos otros lugares debían ser mucho mejores, como un super héroe de las ventas al detalle.

Como todos, nos fuimos a conocer el nuevo lugar. Nos fuimos a pie, acostumbrados a recorrer nuestra zona 5 caminando. A mis hermanos lo que les fascinó fue la pista de patinaje, creo que se llamaba Novi Roli, o algo así. Parecía una discoteca, lo único que se veían eran las luces de colores.

Mi mamá y yo fuimos a Paiz. Parecía una abarrotería gigante, a mis ojos de niña, era un laberinto sin fin. Tuve pesadillas, creo que todavía las tengo, donde me perdía entre los pasillos de latas y vasos de vidrio por docena. Recuerdo que por motivo de la inauguración, habían concursos que consistían en que ilusionadas amas de casa tenían cierto tiempo, digamos 5 minutos, para meter en su carreta todo lo que pudieran. No sé recuerdo cómo lo decidían, pero la ganadora se llevaba todo eso gratis.

Yo me divertía viendo todo aquella algarabía, pero mi mamá se veía algo desubicada. Creo que no se sentía a gusto, se miraba tímida sin poder desplegar su magia regateadora. Me pareció verle hasta un poco de desilusión al llegar a la caja, donde una amable empleada le cobró exactamente lo que decía en la etiqueta. ¿Qué emoción había en eso?

La verdad, ella nunca dejó de ir al mercado todos los días, sobre todo porque le quedaba a la vuelta de la esquina. Se regocijaba al encontrar quesos realmente frescos y fruta recién cortada, pero sobre todo siempre con la idea de poder sacarle más jugo a su dinero.

Ya mayor, cuando yo regresaba de la USAC a las 9 de la noche y caminaba en medio del mercado de Santa Ana en penumbras, me parecía un circo en reposo. Todo envuelto y cubierto pero listo para volver a representar su show cada día.

Desde las 5 de la mañana, se oía el despertar de aquel alegre campamento. Con sus vendedoras ebrias y mal habladas, sus carniceros enamoradizos, sus loquitos que hablaban solos, las misteriosas vendedoras de hierbas y pócimas, los indiscretos vendedores de ropa interior, los bolitos que cargaban la compra por unos pocos centavos. No faltaba el que llegaba con su megáfono a ofrecer a todo pulmón lo último de la moda o de la medicina natural. “Pasen pasen, no se lo pierdan”.


Epílogo

Desde que tengo una familia y trabajo para alimentarla, una buena parte de mi sueldo se queda en los supermercados. Qué daría yo por ir a los mercados de barrio, pero ¿a qué hora? Y ¿con qué energía? Esas ventas de artículos de primera necesidad que no cierran nunca son un mal necesario.

Como mamá, al principio incluso iba sola con mi hijo de meses, pero en Paiz de Jardines se portaban muy amables (ya no está en Novicentro, pero está cerca), no me dejaban meter sola mi compra en el carro. Pero eso fue cambiando poco a poco, desde que es un Waltmart más en el mundo.

Antes la mayoría de empleados eran maduros y sonrientes, en los pasillos había alguien para ayudarte, la sección de carnicería era muy eficiente y en cada caja había un cajero y un empacador.

Cuando Waltmart llegó, además de las remodelaciones, en Paiz Las Américas se empezaron a ver menos empleados. Luego, las caras fueron otras, más jóvenes y ciertamente menos amigables.

Un día anunciaron que el horario se ampliaba pues el supermercado estaría abierto 15 horas al día todos los días del año, y empezamos a notar apatía y amargura en los empleados, que ya ni siquiera sonríen al atenderte. Se nota la inconformidad, la mala gana, avientan las cosas y pasan trayendo lo que está a su paso. Varias veces me he escapado de ser atropellada por gigantescos carretas llenas de pesadas cajas.

Me hace pensar que estas multinacionales no solo han recortado personal (un experto en recursos humanos me explicó que cuentan con que los compradores sean atendidos por las impulsadoras de los proveedores), sino también le han recortado presupuesto a la formación en servicio al cliente.

Se nota además que han alargado los horarios y las atribuciones, pero no han mejorado los sueldos. Es la única respuesta que encuentro ante tal maltrato que nos dan cada lunes en Paiz Las Américas.

5 comentarios:

Unknown dijo...

Que bonitos recuerdos, gracias por llevarnos en ese lindo viaje del tiempo. Ahhh que recuerdos. Bendiciones y no pares de escribir.
Saludos desde Maryland USA

Liz de Cuello dijo...

Me encantó , me hablas del mercado de Santa Ana que conozco como a la palma de mi mano desde mi niñez que sigo visitando por lo menos una vez a la semana. Sí es toda una aventura y sí vale la pena! Al de la Palmita también voy seguido pero a buscar específicamente los chicharrones , queso , quesillo y camarones y ahora los productos de cuidado del pelo o para uñas en la "beauty shop" versión clase media donde encuentro lo mismo que en la de Cayalá pero por mucho menos dinero. Aprovecho la conveniencia del súper pero soy compradora de mercado de corazón . Me hiciste recordar a mi abuelita y sus viajes todos los días al de Santa Ana , a veces iba más de una vez pues vivía a una cuadra y era como vivir cerca del " mall" jajaja, un abrazo

bingo dijo...

Cautivante relato, es un viaje en el tiempo y recordar a las abuelitas que todos los días iban a la plaza. Excelente forma de escribir, queda uno motivado a continuar la lectura. Felicitaciones.

J M dijo...

Gracias por sus comentarios!!!! :)

María Hernandez dijo...

Hasta hoy he podido leer su blog... simplemente me encantó este artículo, me hizo recordar tantas cosas... mi abuelita era de ir al mercado, al de la zona 11, mi mamá jamás, jaja, ella siempre fue de super, pero del Paiz Montúfar, cuando se convirtió en Walmart la magia se perdió para mi madre.