martes, 8 de febrero de 2011

Siendo puta no le fue mejor



Estaba un domingo (allá por el 2003) por la tarde en mi departamento sola, ya saben, echando la hueva. Oh aquellos días de lecturas, silencio, cigarros y comida rápida. Mis roomates de ese entonces eran dos chicas del interior, como muchas de las anteriores (patojas jóvenes que venían a la ciudad a estudiar) que aprovechaban los fines de semana para ir a su casa o para salir con el novio. Yo me quedaba disfrutando de la soledad diurna para luego salir a alguna aventura nocturna.

Gracias a todas estas chicas conocía a más gente, como esa chica alta de pelo largo a la cintura y una figura casi perfecta, su belleza era inusual, como una versión estilizada de una princesa maya. Eso sí, nada sofisticada ni elegante. Una flor silvestre.

Según me contaron, ella, llamémosla P., apenas fue unas semanas a la U. Era clásico que la mala preparación de la secundaria hacía que muchos desistieran de seguir estudiando, algunos ni llegaban a la época de Huelga de Dolores. Tanta ilusión de la familia, tantos preparativos, tantos gastos, para luego darse cuenta que estudiar no era lo suyo. El examen de admisión actual evita en parte que esto pase, cortando de entrada las alitas de los graduandos sin aptitudes. Pero esa es otra historia.

Y es que P. venía de una familia de escasos recursos. Si quería estudiar tenía que trabajar para mantenerse no solo a ella y su carrera, sino también a parte de su familia, quienes pensaban que había llegado a un mágico lugar donde el dinero crecía en árboles.

Ya con la U abandonada, P. encontró trabajo en una oficina de tercera categoría. De esas que las hacen trabajar unas 10 horas y les ofrecen el salario mínimo. Un trabajo rutinario, que apenas le daba para comer y pagar la renta (compartida con varias chicas más). La ayuda a sus hermanos debía esperar a que algo pasara.
Y algo pasó.

Ese domingo que les digo sonó el timbre. Con desgano pregunté quién era, “soy P.”, me dijo, “busco a M.”. Bajé para explicarle que su amiga había tenido que trabajar y que vendría hasta en la noche. Cuando vio el cigarro en mi mano, me pidió uno. Era obvio que quería entrar, así que la invité a pasar.

Apenas podía encender el rubio que le di, por lo que le pregunté si le pasaba algo. Rompió a llorar. Como no decía nada, aproveché a darle un vistazo. Había cambiado. El pelo de virgen de pueblo que le había conocido era ahora una cabellera con reflejos y capas, planchada y reluciente. Llevaba zapatos altos, pantalón de cintura baja que le quedaba como un guante y una blusita escotada.

Le llevé un vaso de agua y luego de tomar unos sorbos respiró, le dio una jalada al cigarro y empezó a hablar de una manera inusual. Casi no me miraba, hablaba viendo a lugares, cosas y personas que no estaban allí, sino en su relato, en su imaginación.

Empezó diciendo que estaba harta de ser pobre, de no tener cosas bonitas, de que su familia la hostigara pidiendo y pidiendo dinero. Encima tenía un novio que ni carro tenía. Lloraba, estaba como tratando de justificarse. Como si lo que había hecho era la consecuencia de su mala suerte.

Ser bonita no le había traído ningún beneficio, aseguraba, hasta que una chica le habló en una boutique de ropa a donde había entrado a ver nada más. Era una de esas boutiques donde venden ropa barata pero llamativa. La chica que le habló, me dijo, era como una modelo (aunque considerando sus parámetros estéticos me imagino que era más bien como una presentadora de canal 7). Empezaron a platicar pero ella notaba que no dejaba de verla de pies a cabeza, incluso la animó para que se probara cierta ropa.

Luego la invitó a un helado en el mismo centro comercial, y sin más le dijo que le quería ofrecer trabajo. Según P. la chava le dio tanta confianza, le cayó tan bien, que todo fue tan natural. Al preguntarle qué tipo de trabajo era, la desconocida solo le dijo que le iría contando poco a poco. Le pidió su número de teléfono, ella le dio el de la oficina porque no llegaba ni a celular, y se fue.

La llamaba varias veces al día, como queriendo hacerse su amiga, y le iba diciendo poco a poco que era demasiado bonita para ser secretaria, que debería ganar más. “Así como yo”, le decía con naturalidad. “Tengo celular, carro, me compro lo que quiero y voy al salón todos los días”. P. empezó a desear ser como ella.

Cuando la reclutadora sintió que P. estaba encandilada, le confesó que debía hacerse un esfuerzo y andar con hombres desconocidos, pero que en su mayoría eran buena gente.

P. detuvo su relato, pidió otro cigarro y luego de encenderlo al fin me miró a la cara. “Yo sabía que no era nada bueno, nada decente, pero ¡estaba desesperada!”.
Me explicó, otra vez ensimismada, que empezó como una broma, que creía que no iba a ser capaz. Primero llegó a un “casting” para que le tomaran fotos. Aquí su cara cambió un poco, tenía una expresión como de ilusión, de picardía. “Había una larga cola de mujeres esperando, de todas edades y tipos”. Según ella, incluso viejas y nada agraciadas, por lo que cuando P. apareció de inmediato le pusieron atención especial. “Habían unas señoras que decían que tenías hijos que mantener, que por eso estaban allí”. No me quiso decir dónde era “allí”, pero me dijo que cuando le tocó el turno, la hicieron ponerse un bikini y tomarse unas fotos mostrando su firme y moreno cuerpo.

Luego apareció la desconocida que la había invitado, ahora tenía más un tono autoritario. Le explicó que si era aceptada, le tomarían otras fotos más profesionales. Según la belleza de cada chica que contrataban tenían categorías. “¿Para qué?”, preguntó P., la otra le explicó con seriedad: “para que los clientes pudieran elegir”.

Ese día se fue espantada y convencida que aquello no era para ella, pero siguió recibiendo llamadas de su reclutadora, hasta que un día llegó a buscarla para darle un celular nuevo. Se lo entregó y le dijo que ahora estaría en contacto con otras personas, había sido aceptada.

Empezó a recibir llamadas de un hombre. Era galante y amable, le dijo que debía ir al salón de belleza a arreglarse el pelo, las unas y a depilarse el área del bikini. “Necesitamos nuevas fotos”. Cuando P. le dijo que no tenía dinero, él se rió. “No te preocupes, ahorita te paso dejando algo”. Le llevó Q1000 en efectivo y la dirección del salón al que debía ir y en donde sabían qué debían hacerle.
Me confesó que se deslumbró con el dinero, porque luego de las fotos, que ya fueron más que todo eróticas, le dieron otros Q1000 para que comprara ropa, “sobre todo interior, me dijeron”.

Ocupada en su make over, P. no se percató que sus fotos ya estaban en un sitio de Internet que ofrece mujeres a domicilio. Ella no era de las más caras, que se supone son modelos, ni de las más baratas, que no son tan agraciadas. Estaba justo en el medio.

En este punto de su relato yo ya no tenía más cigarros y sabía que lo que venía iba a ser impactante. No comprendía por qué tenía que decírmelo a mí, apenas me conocía. O tal vez por eso mismo se sentía más a gusto.

Mi olfato periodístico se activó, pensé, “esta podría ser la historia de mi carrera”, así que empecé la rutina de entrevistadora, de comprensiva interlocutora que va sacando poco a poco lo que quiere. Pero debía confiar solamente en la memoria, no podía ni grabar ni anotar.

Ella volvió a ensimismarse. Me explicó que ese negocio ofrece chicas exprés más que todo en el horario diurno. Así los oficinistas (principalmente maridos infieles) pueden aprovechar su horario de trabajo para ir a un motel cercano, donde un hombre le lleva a la chica que eligieron por Internet.

“El primero fue el más difícil”, me dijo sin más. Una gruesa lágrima empezó a gestarse en sus grandes ojos, pero tardaba en salir. “Me llamaron y me dijeron que pasarían por mí a las 12:30 y que ganaría Q300. Me quedé como idiota”, recordaba.

Cuando la gruesa lágrima se convirtió en un hilo de líquido negro que atravesaba su cara, cerró los ojos y me dijo que había sido asqueroso. 45 minutos de puro asco, mientras un hombre le hacía cosas repugnantes, con prisa, como un animal. “Me peleé con mi novio para no tener que verlo por unos días, me sentía tan sucia”. Yo pensé: ese lugar común es en realidad tan verdadero en algunos casos.

Luego P. quedó como apaleada en mi sillón, mi diván de terapeuta, sin energía. Lo que antes era un vómito de palabras, se volvió un grifo que goteaba. “¿Seguiste haciéndolo”?”, pregunté. Asintió con la cabeza, luego dijo que no podía negarse, al principio, porque debía pagar todo lo que se había gastado en el salón y en ropa, cosa que no le habían dicho. Luego, le dio miedo porque el hombre que antes era amable se había vuelto mandón. Además, cuando de veras empezó a ganar Q300 por vez (ya me imagino cuanto ganaba el pimp) y pudo enviar dinero a casa, empezó su desgracia, como una adicción al dinero.

Cuando quiso reconciliarse con el novio le regaló algo bastante caro para una secretaria, una televisión o algo así. Pero no se dejaba tocar por él. Ese domingo habían quedado en hablar en Peri Roosevelt, pero la conversación se puso difícil porque él ya sospecha. Le dijo que sabía que andaba en algo malo, que era una puta. Ella se levantó con la excusa de ir al baño, pero en realidad salió corriendo a mi casa en busca de M.

Calló, yo le dije que siempre podía salirse, que era joven y que podía regresar a su pueblo o irse a otra ciudad. Ella solo lloraba. No sé, me pareció que en fondo pensaba que era una condena que debía cumplir, o que quería cumplir. Le dije que el dinero se podía ganar de otra manera, que la estaban explotando, que cuando tuviera más edad qué iba a hacer. Ella solo me dijo que dónde iba a ganar tanto dinero. Yo ya no supe qué decir.

Quise obtener más detalles para poder iniciar mi investigación periodística. Cuál era la página de Internet, a dónde iban al casting, cuánto ganaba al día, al mes, si había menores de edad, si habían drogas en el ambiente. Pero no me quiso dar más detalles, creo que al no comprender mi curiosidad, pensó que yo estaba interesada en trabajar allí. “Si quieres te recomiendo con la chava”, me dijo viéndome de pies a cabeza. “También podrías ganar mucho dinero”.

Luego se incorporó, como si volviera en sí. Se arregló la cara y el pelo. Se fue y nunca más la volví a ver, no sé si habló alguna vez de esto con M., la más conservadora de mis roomates.

Llegué al Siglo Veintuno a proponer el tema, ya me miraba yo haciendo una gran investigación, con fotos de Stanley Herrarte al estilo de las que hicimos para un reportaje de travestis (por el que Stanley ganó un premio de la Embajada de EU), contando esta historia para desnudar esta realidad. Pero a los editores no les pareció, me dijeron que no era apropiado, que era alentar a que esto siguiera pasando pues muchachitas confundidas iban a querer trabajar de eso.

Y así, esta historia se volvió solamente un anécdota más en mi baúl.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Me gusta cuando callo, porque estoy como ausente…


A veces me quedo callada, por un rato, por unos días, semanas, meses. Un largo paréntesis, un descanso.

Hoy día esto podría parecer raro, en una época donde la gente se siente casi obligada a estarse reportando en el Facebook, en el Twitter, en su blog. No importa si no tienen nada interesante qué decir, lo que vale es decirlo, abrir la boca, decir aquí estoy.

Muchos construyen una especie de máscara a través de sus estatus y posts, se crean un alter ego, lo que quisieran ser. Se muestran controversiales, intelectuales (gracias a ciertas aplicaciones que les facilitan frases famosas), misteriosos, vivos. Algunos buscan problemas, otros la paz mundial.

Solo algunos tienen la palabra justa al teclear. Adoro a los que me informan de cosas interesantes, detesto a los que cuentan que les salió una espinilla o que anuncian cada paso que dan.

El caso más triste es el de cierta chica que en persona me parecía de lo más normal. Sin embargo, según su posts y estatus tenía una vida glamorosa, intelectual y parrandera. Parecía que era el alma de las fiestas, que era “la Darling” de todos.
Pero luego de mucho verla solo de manera virtual, me la topé en un cumpleaños. Parecía apagada, desubicada, sin chispa. Iba de un lado a otro como una sombra, mientras los demás se divertían. Eso sí, cuando empezaron los clicks para tomar fotos, que seguramente terminarían en las redes sociales, entró en personajes y empezó a posar.
Luego se apagó su sonrisa y volvió a las sombras.

Eso me enseñó una gran lección, curiosamente. Aunque callada y desconectada (o quizá más por eso mismo) prefiero vivir la vida (la real, no la virtual) intensamente. Siempre ensayando una historia, rumiando alguna idea.

Y sin darme cuenta, un año nuevo está aquí.

Si tuviera que elegir a puro tubo un propósito de nuevo año, diría que ya no quiero ser peleonera. Defender mis derechos, sí, decir lo que pienso, sí, denunciar lo que me parece injusto, sí. Pero sin despertar el odio en los demás. Los insultos arden como un pellizco o una bofetada, y ya no estoy para esos trotes.

Mejor, amor y paz.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Chicas de hoy


Desde pequeña, me ha dado pereza oír cómo ciertas mujeres viven preocupadas porque les pueden robar al marido. Siendo una niña curiosa, me quedaba pensando ¿y eso cómo será? ¿viene una ladrona y mete al susodicho en un costal y se lo lleva?

Pero luego descubrí que esa institución llamada matrimonio está quedando un poco estrecha y caduca en tiempos modernos. Que por enamorados que estuvieran los contrayentes cuando se casaron, con los años podían cambiar de opinión, que el robo no era tal, ya que si alguien no quiere ser “robado” simplemente no se va. También aprendí que muchos hombres mujeriegos firman semejante contrato a sabiendas que nunca lo cumplirán, confiados en que la mujer debe aguantarse las infidelidades, si es que quiere permanecer casada.

Ver tantos matrimonios infernales y fracasados jamás me hizo pensar “el mío será diferente”, como muchos prefieren creer, sino me hizo huirle y temerle. No fuera a ser que luego anduviera temiendo que me robaran al preciado consorte. Muchas veces envidié, tengo que reconocer, la fiesta y la alegría del día de la boda, pero no las limitaciones que se le imponen a la mujer, solo a ella, luego de tan esplendoroso día. Para mí, simplemente no valía la pena.

Lo triste es que todavía hay mujeres que viven con pánico de que el hombre que se casó con ellas ponga los ojos en otra. Tienen pesadillas con eso, por lo que comparten consejos (los mismos que se daban en la década de los 50s) para evitar el desastre. Ser bellas, esbeltas y arregladas, perfumadas y sonrientes, recibir al rey del hogar con un trago y un elogio. No contrariarlo con sus “tonterías”, instruir a los niños para que no molesten al cansado e incomprendido hombre de la casa. Y, créanlo o no, encima se sienten feministas. Qué risa.

Una mujer debe ser como quiera ser por ella misma. No torturarse con los cánones de belleza impuestos por los medios, ni pretender que está feliz si no es así. Si el hombre se fija en una mujer más delgada y joven, quizá le conviene que se lo lleve, tal vez ya no tienen cosas en común, tal vez es un superficial que ve a la mujer como un trofeo.

Afortunadamente, muchas son las mujeres que no ponen toda su felicidad, toda su vida, en el amor de su hombre, es decir, no son las señoras de nadie. Tienen problemas existenciales más importantes que tener una pareja y cuidarla. Viven el amor y el sexo con más libertad, y si viene la convivencia y los hijos será porque ambos quieren y con las condiciones que a ambos les parezcan.

Es por eso que adoro a mis amigas, artistas e intelectuales. En lugar de acomodar su vida alrededor de un individuo, el susodicho individuo debe acomodarse a la vida que ambos quieren llevar. Es un alivio escucharlas hablar, son el orgullo del género.

No me alegra que se acaben los matrimonios y las uniones, sobre todo si hay hijos, pero sí me enorgullecen las mujeres que tienen un plan de vida propio, que saben tomar decisiones difíciles tomando en cuenta también lo que ellas necesitan.

Ellas ya no se aguantan abusos e infidelidades, si no las tratan bien se van aunque sea duro. Un buen abogado y un terapeuta comprensivo, así como las amigas incondicionales, pueden ayudarla a salir del bache.

Se siente que las cosas están cambiando y me gusta. Amar a alguien y casarse (o unirse) no significa pasar a ser propiedad de. Es compartir entre iguales.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Midiendo las palabras


La autocensura es como usar un corsé, queremos vernos bien, sin llantitas, sin redondeces. Queremos una cintura de avispa que provoque envidia. Pero algunos lo que escondemos son demasiadas carnes, demasiadas cicatrices, demasiadas vivencias. Aquella masa pugna por romper los lazos de seda, la estructura metálica, el delicado encaje. Quiere salir tal cual es, aquella piel pálida, que quiere disfrutar del sol que no le han dado.

Hay algo en nosotros que nos hace creer que lo que hacen y dicen otras personas de alguna manera nos afecta. Que la esposa representa a su esposo, que los hijos son el reflejo de sus padres, que los empleados son una extensión de las empresas, que los ciudadanos responden por el honor de la patria. ¿Por qué? Supongo que debemos ser muy seguros de nosotros mismos para no pedir que otros no nos hagan quedar mal.

Si mi marido fuera un chara que se quedara tirado, sentiría pena por él porque no querría que nada le pasara. Pero no sé si me daría vergüenza, si lo reprendería por hacerme quedar mal.

Si mi hijo, por aquello de la dialéctica, me saliera derechista daría un fuerte respiro y pensaría dos veces antes de sacarlo de mi vida o de querer hacerlo cambiar. Porque si es un derechista con argumentos bien planteados y que respeta a los demás, podría llegar a entenderme con él. Pero, ¿qué sentiría cuando los demás dijeran: vé, a la izquierdoza le salió el tiro por la culata?

Pero hay niveles y niveles de autocensura. Lo primero que sale de mi cabeza, oh sí mi gastada y golpeada cabeza*, no siempre es lo que realmente quiero decir. Supongo que mi pobre inconciente vomita cosas putrefactas que ni yo misma comparto. Por eso no debo compartirlas así tal cual son. Hay un filtro, un diálogo, entre mi yos. Luego convenimos las cosas que diremos. Claro, aquí todavía son barrabasadas que muchos no quisieran oír.

La literatura es magnífica para esto, pero aquí hay otro filtro, uno que me hace corregir lo mal escrito, los lugares comunes, las muladas (como diría Pérez Reverte, a quién le interesan mis aventuras de adolescencia y cosas parecidas).

Antes no me medía para nada, nunca. Eso me metió en problemas muchas veces. Ahora vivo en una cuerda floja todo el tiempo. Yo soy una buena persona, pero según quienes me quieren, también debo parecerlo. Lo que salga de mi boca, de mi teclado o de mi pluma debe hacerme quedar bien.

Pero me da la impresión que están pensando en ellos más que en mí. Es decir, mis opiniones no deben hacer pasar vergüenzas a nadie. Esto no es justo. Si a la gente temas como el aborto, las drogas, la homosexualidad, el ateísmo, el feminismo y el suicidio, por ejemplo, simplemente les choca, ¿qué culpa tengo yo?

No ha faltado quien me ha advertido que soy una persona pública, que debo pensar antes mis acciones (y palabras) por eso. Qué curioso. Nunca pedí ser una persona pública, yo solo quería escribir. Todo lo demás vino después.

Tal vez sería mejor que me atacara la temida locura, que borrara cualquier filtro. Que el corsé explotara, dejándome tal cual soy: excesiva, pálida y llena de rollos y cicatrices.


*mi cabeza es grande y algo cuadrada, muchos sombreros y gorras no me quedan, pero afortunadamente tengo un lindo cabello. Me he golpeado la cabeza creo que demasiadas veces, tantas que no sé cómo no me morí o quedé con problemas (bueno, de eso no estoy tan segura). Tres ejemplos. Una vez peleando una hamaca en un hotel de San Pedro la Laguna caí y me dí con el filo de una grada. Los presentes se quedaron por un segundo pensando que me había desnucado, cuando de pronto, como un resorte, me puse de pie y le gané la hamaca a mi amigo, que se quedó paralizado del susto. Meses después, en una noche de copas, un amigo quiso ayudarme a llegar al carro cargándome en su hombro, más no contaba que pesaría más que un muerto. Así que cuando le fallaron las fuerzas me dejó caer en el pavimento, donde mi cabeza rebotó dos veces. Perdí el conocimiento. Muchos creyeron que era mi fin, pero al día siguiente me reí mucho al ver las fotos (que tomó uno de los testigos), aunque en realidad no recordaba el evento.
Cuando mi hijo era un bebé que apenas se sentaba, estábamos solos y yo me preparaba para bañarlo. Sin darme cuenta, el baño se inundó y el agua llegó hasta donde estábamos. Cuando caminé rumbo a la cocina el agua me hizo trastabillar (como en las caricaturas), y caí estrepitosamente frente a mi bebé. Otra vez me desmayé, no sé por cuánto tiempo. Cuando desperté, Manuel lloraba desconsolado (deplano dijo mi mamá se rompió la madre).

martes, 7 de diciembre de 2010

De generaciones y escritores



Los escritores más o menos de mi edad, unos años más unos años menos, ahora son cuates. Pero en sus inicios, eran totalmente extraños para mí. Cuando a finales del siglo pasado se difundió el atrevido manifiesto de la Editorial X me dio un poco de ilusión ser escritora.

Pero luego me sentí ajena, sobre todo cuando dijeron (en una entrevista en el periódico) que no tenían nada que ver con la guerra y el conflicto que acababa de terminar, que eran totalmente ajenos a lo que ya se había escrito, sin padres literarios, una generación espontánea.

Sancarlista y militante, admiradora del Bolo Flores, de Otto René Castillo y de Francisco Morales Santos, ya no me sentí identificada.

Quise que los escritores como yo, sin recursos ni lecturas sofisticadas, también sacáramos un manifiesto. Que también nos escucharan como la otra cara de la moneda, los feos y mal vestidos. Pero mientras los X hacían sus performances y hacían lecturas donde hablaban de tirar bebés desde los edificios, la coyuntura política de la pos guerra a nosotros nos entristecía, nos ahogaba, nos borraba. ¿Quién tenía tiempo, recursos, ánimos?

Así nació mi cuento Razón del heroísmo (título robado de un poema de Morales Santos), con rabia, con desesperanza, con ganas de hacer otra guerra. Así, sin proponérmelo, me hice notar pues gané un concurso, luego otro, y todo empezó para mí. Tanto, que Maurice Echeverría fue mandado por su editor a hacerme una entrevista (ya conté antes esa desafortunada experiencia).

En medio del vendaval que era mi vida entonces, decidí que debía hacerme notar también, aunque fuera solita.

Cuando esperaba en la recepción de El Periódico a Maurice, porque ni siquiera fue a buscarme, salió una chava con pelo muy corto y cara muy linda, pero con una expresión dura. Era Lucía Escobar. Me dijo parca “¿vos sos Jessica Masaya?”, al asentir me dijo que su profesora Aída Toledo quería contactarme. Apenas me dijo cómo y se fue.

Luego Maurice me habló de él en un jardín, casi ni hablé yo. La entrevista nunca salió, como ya dije, según ellos no tenía nada que decir.

Esa tarde eligieron a Ana María Rodas Premio Nacional de Literatura 2000, prefiriéndola sobre Isabel de los Angeles Ruano, yo fui al cine con mis amigas de la USAC y horas después paré en el hospital con mi primera crisis nerviosa. Vaya recuerdos ¿no?

Prado y yo tuvimos luego algunos encuentros y me encantó su modo, nada pretencioso, muy bonachón el patojo, parecía un osito de peluche. Eso sí, los encuentros fueron en lugares oscuros y hasta peligrosos, en medio de inolvidables noches de locura.

Han pasado 10 años del mencionado manifiesto. Hoy algunos jóvenes, como Vania Vargas en Luna Park, están sacando a luz nuevamente los textos y escritores de Editorial X y me alegro, deben conocerse más. Pero así también muchos otros escritores, de todo tipo, de todo origen.

Dejando atrás nuestras tendencias de primera juventud, todos somos diferentes ahora. Yo sigo siendo rebelde pero me tengo que acomodar a mi situación, por lo que refunfuño todo el tiempo, trabajando demasiado y sin tiempo ni para leer ni para escribir.

A Prado lo he visto varias veces en Oakland Mall con su esposa y pequeño hijo, por supuesto que no me saluda. Los demás han evolucionado muy a su manera, Lucía Escobar es una de las mujeres a quien más admiro, su linda cara ya no es dura.
Javier, Julio, Paquito y Ronald son amigos muy queridos, ahora personas serias y amplios conocedores de la literatura, algunos profesores universitarios.

Maurice le acaba de aclarar, muy públicamente pues fue en el Facebook, a Vania Vargas que él no firmó el Manifiesto X, es más, que ese proyecto era el de una persona, que lo recuerda con cariño pero nada más. Asegura él que no hay que “reificar” (sic) (tal vez quizo decir deificar) en esceso a la Editorial X. Asegura que en realidad cada uno tenía su propio proyecto. ¡Qué tal!

Me preocupa que una década después se quiera hacer leyenda a escritores que apenas están alcanzo la madurez (algunos). ¿Qué sigue después? ¿darles el Premio Nacional de Literatura? (me consta que el año pasado estaba nominado uno de los X, de apenas 35 años).

Más pan para mi matate.

Posdata
Debo tomar la decisión, ¿renunciar o no al Consejo Asesor para las Letras el próximo 14 de diciembre? Se acerca la fecha y no me decido.

viernes, 26 de noviembre de 2010

La sexta


El tema de la sexta y su transformación está en el candelero. Lo curioso es que todos se creen con derecho a decidir qué debería ser esa legendaria arteria. El comercio informal, la municipalidad, los bohemios, los empresarios, los urbanistas, los aplanadores de calles, todos quieren dar su opinión. Que sí, que no, todos contra todos, siempre haciendo gala de nuestras divisiones.

El pasado miércoles 24 de noviembre cientos pusieron pie en esa calle. Aunque algunos vamos regularmente por allí, la vimos con otros ojos. No digamos los que tenían 5, 10, 15, 20 o 30 años de no ir por esos rumbos (o nunca habían ido).
Todos tenían algo que contar. Una amiga casi llora al ver que el Cairo todavía estaba allí, recordó su infancia cuando llegaba con su mamá a comprar bellas telas. Los más viejitos recordaron almacenes lujosos que ya no existen. Los ochentenos casi vieron otra vez sus actividades pubertas en la Plaza Vivar, sus citas en un Burger Shop que ya no existe. Otros más ociosos recordaron esas largas tardes jugando “maquinitas”.

¿Yo? Sentí que algo me faltaba en la cabeza, mi capucha. Por una década recorrí de cabo a rabo esa avenida, varias veces al año, a veces de norte a sur, a veces de sur a norte. La primera vez iba vestida con un hábito religioso acompañando al Rey Feo de mi Facultad. Un cura se asomó por la puerta de la iglesia que está en la 12 calle, me vio con ternura, debí haberle parecido una ishta que no sabía lo que hacía. Me echó la bendición justo antes de volver a cerrar la puerta.

Apenas unos metros después, luego de hacer pintas y gritar improperios en el palacio de la policía (que hedía a mierda), tuvimos que salir corriendo pues los tiras se enojaron. La sotana que llevaba tocaba el suelo y era pesada. Tuve que recogerla hasta la cintura, dejando ver mi coqueta pantaloneta de lona y mis blancas piernas, para poder salir corriendo junto a los demás. Lección aprendida y usada hasta hoy: no más atuendos que dificulten la huída y siempre siempre pero siempre depilarse la piernas.

Cada vez que enfilaba hacia la sexta avenida, ya sea por la 18 calle o por el portal del comercio, se dejaba ver larga y poderosa, brillante y bulliciosa. Poblada por seres maravillosos y auténticos, gente que trabaja duro, mendigos simpáticos, charas legendarios. Gente desamparada que todavía tenía para dar lo poco que tenía a esos patojos malcriados que salíamos a protestar por cualquier cosa.

Muchas muchas veces tuve que pedir permiso para ir el baño a medio desfile o manifestación y nunca me dijeron que no. Nos daban agua, comida, aliento, una carcajada de buena gana. Allí mismo, en esas calles, me enamoré de mi pueblo.
Además de la parada de rigor enfrente de la policía (que hedía a mierda), había que parar en el infame lugar donde acribillaron a Oliverio Castañeda de León, siempre. En medio habían bailes, gritos, abrazos, putazos, huídas y hasta balazos. Paradas técnicas y etílicas en Peñalba, en Bar Europa, en Fu lo sho, en el Portalito.

Llegar al final, deshidratada, insolada, muchas veces borracha, era como terminar una maratón, una carrera, el deporte del sancarlista, del bochinchero, del que está cultivando su conciencia.

Tengo que admitir que ahora, tan linda y aseada ella, me pareció un poco ajena. Claro, ya no la recorro más con el puño en alto, pero pienso en las nuevas generaciones. ¿Querrán pasar como un huracán de consignas y pintas en una calle tan bonita? No sé, hay que esperar a que llegue el desfile de la elección de Rey Feo del año que viene para saberlo.

Para mientras, no puedo dejar ir a visitar a mi vieja amiga. La había tenido abandonada y pasaba saludando de pasada, rumbo a mac o a sus bares aledaños. Ahora la estoy recorriendo de cabo a rabo otra vez. Creo que ella también se está preguntando cuál será su destino, pero mientras muestra su vestido nuevo y sus brillantes rulos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Se busca bar



Where everybody knows your name,
and they're always glad you came.
You wanna be where you can see,
our troubles are all the same
You wanna be where everybody knows
Your name

El anhelo del tema musical de la vieja serie de televisión Cheers es cierto: ir a un lugar donde todos sepan tu nombre, qué trago prefieres, te escuchen si así lo quieres y te dejen solo si lo necesitas. Las características de este lugar de ensueño no son precisamente las de un lugar de 5 estrellas, o 5 tenedores o 5 tarros. Son detalles, sutilezas.

Las discotecas y antros para bailar quedan descontados de entrada, pues allí simplemente no se puede hablar ni pensar con claridad entre tanta bulla y luces, por no hablar de la dificultad de encontrar una mesa y de los precios. También se descartan los restaurantes, donde beber es no solamente caro sino también aburrido. También quitaría cualquier chupadero de poca monta, por los pleitos, el mal servicio, los baños sucios (o ausencia de ellos) y las sillas incómodas.

Cuando era pequeña, la palabra “bar” la escuchaba con tono de desprecio, como asociándola con personas de mala reputación, pero según el DRAE, en su primera acepción, es un local en que se despachan bebidas que suelen tomarse de pie, ante el mostrador. Y la segunda dice: cierto tipo de cervecerías.

Para mí, es ese lugar donde olvidar la rutina del día, donde hablar de algo importante o simplemente chismear algo novedoso. Incluso puede servir para pensar o leer (cuando se va en horas de la tarde). Puede ser marco de citas amorosas, celebraciones, reencuentros, desengaños o para buscar amigos nuevos. Pueden cerrarse negocios, planearse revoluciones o tramar conspiraciones.

Tener uno al que siempre ir y sentirse a gusto es un raro privilegio. La mayoría andamos de bar en bar buscando gente y actividades, sin ser parroquiano asiduo de uno.

He visto de todo tipo y calaña, desde humildes casetas hasta extraños locales casi secretos. Como he contado antes, mis iniciadores en el mundo nocturno no eran muy melindrosos que digamos, y a falta de fondos iban a saciar su sed a cualquier lugar.
He tenido mis preferidos, a los que les agarrado verdadero amor, aunque yo para ellos haya sido solamente una escandalosa más. Algunos fueron trincheras por años, otros fueron amores fugaces.

En mis años locos salía menos (preferíamos el encierro alrededor de una mesa de juegos), pero había lugares perfectos para algunas escapadas por sus oscuridades. Además, era época de fiestas electrónicas y after parties en casas incluso desconocidas, pero eso es otra historia.

A lo largo de los años algunos amigos intentaron, sin éxito, que me enamorara de otros lugares, pero simplemente no hubo química. He ido a otros con mucha expectación, pero me han desilusionado. Desde los que piden 40% de propina (y tienen meseras en pantalonetas), pasando por los que me parecen deprimentes y sin gracia, hasta los que son simplemente sórdidos y sucios. Hay unos históricos a los que se va como de “excursión”, otros a donde uno termina yendo por compromiso.

Es una cuestión de gustos, supongo. Con el tiempo uno se vuelve más exigente en cuanto a las comodidades (parqueo, seguridad, baños limpios, comida). A esto hay que sumarle los gustos y preferencias de cada quien en cuanto a la música, ambiente y tipo de parroquianos.

Pero lo más importante es la atención de quienes atienden, no pretenden dejarte ni sordo ni pobre. Si llegas muy a menudo, es probable que te llaman por tu nombre y sepan qué es lo que te gusta. No faltan los que te cuidan para que llegues bien a casa, los que te alejan molestos intrusos, los que te obsequian una botella para tu cumpleaños. Incluso, alguna vez y en ocasiones desesperadas, hay quien da crédito.

En cambio, ahora abundan los lugares donde lo único que quieren es tu dinero, los meseros son groseros y presumidos, te avientan las cosas y todavía quieren buenas propinas. No te dan pero ni un par de tortrix de boquitas, te dicen que tu tarjeta no pasó para que pagues en efectivo y si les pides una factura se enojan.

Beber es todo un ritual, como dijo alguna vez el Bolo Flores. Los oficiantes y acólitos merecen un templo digno. ¡Qué viva la bohemia!

La búsqueda sigue…

lunes, 4 de octubre de 2010

El sabor de mis palabras



No tengo ningún problema en comerme mis palabras, lo he hecho antes, saben bien con limón y sal. Estas me las voy a comer con chirmol y chile chiltepe…

Sigo pensando que el pueblo indígena tiene limitaciones en todos los campos, incluido el artístico, debido a factores ancestrales de injusticia y opresión. Por eso admiro tanto a quienes logran destacar en un mundo adverso, a los que dan un paso adelante y combinan su rica cosmovisión con manifestaciones contemporáneas.

Me disculpo con Lisandro Guarcax por lo que dije alguna vez sobre su grupo. Pequé de ignorante, de pinche rata de ciudad, de celosa. Y no me disculpo a causa de su muerte, sino más bien porque a consecuencia de ella pude conocerlo mejor.

Mientras íbamos en camino a El Tablón, su lugar de origen, recordé cómo me entusiasmé cuando oí hablar de Sotz’il, creo que a finales del 2007. Fui a hacer un reportaje sobre las comunidades del lago de Atitlán y quería incluirlos, por lo que los llamé. Hablé con Lisandro pero no pudimos ponernos de acuerdo, estaban ocupados en otras actividades y la cosa quedó pendiente.

Tuvo que pasar algún tiempo, que hizo crecer la expectativa, para que pudiera ver a Sotz’il en acción. Fue en el Festival de Junio del 2008, en una noche fría y con mucho viento. Al final, tomé una bebida espirituosa y bailé con ellos. Sin embargo, su presentación no fue lo que yo esperaba, era muy diferente. ¿Qué sabía yo del enorme trabajo que había detrás? Nada, como la mayoría de periodistas que vemos todo con cierto cinismo, cierta indiferencia.

Cuando se armó lo del viaje a Noruega, hace apenas unos 4 meses, ya lo conocí mejor. Su evolución y la del grupo eran evidentes, todo sonaba mucho mejor. Sin embargo, sin saber todavía las interioridades del trabajo de estos jóvenes mayas, otra vez fui dura.

Pero empecé a comprender el sábado pasado, al bajarme del microbus, caminando torpemente con mis estúpidos tacones corridos, en la oscuridad de los maizales. La sede del grupo Sotz’il queda convenientemente alejada de la carretera. Me imaginé cuántas veces y con qué energía Lisandro caminó ese sendero, seguro de sí, no como yo que iba trastabillando y metiéndome en cada charco.

Al llegar, sentí un calor de hogar, como cuando una casa te abraza. Pero esta casa estaba triste, echaba de menos a su mejor hijo.

El padre de Lisandro, que le habló al grupo reunido junto al fuego, confirmó mis imaginaciones: Lisandro iba a este lugar en busca de paz, de aire puro, de inspiración. Fue imposible no llorar al escuchar a este maravilloso hombre, sencillo y sabio, hablar de su hijo. Entendí que mucho de lo valioso del artista venía de él, que fue su inspiración, su motor. Su voz se entrecortó al verlo en su memoria sentado en medio de la naturaleza, mientras el fuego chisporroteaba y los presentes queríamos salir a esa naturaleza y buscar a Lisandro en el viento, en las nubes, en el rocío… Nos tuvimos que conformar con verlo en fotografías, escuchar sus palabras en boca de sus compañeros.

Al salir de nuevo a la fría y oscura noche, había algo diferente en todos nosotros. El camino fue más amigable, pero yo con cada paso quería también desandar lo dicho. Con cada nuevo detalle que conocía, con cada cosa sorprendente que vi en las actividades de este movimiento maya, me sentí cada vez más pequeñita e injusta.

Sotz’il no necesita hacer música o teatro sofisticado. Es un grupo de jóvenes en búsqueda de su identidad, no para pasearla por el mundo sino para sentirse orgullosos de ella, para no dejar que muera, para hacer propuestas en una sociedad que los quiere acallar. No quieren confrontación, pero quieren ser oídos y respetados, por los que los han oprimido por siglos, por los que los han ignorado, y por los prepotentes como yo que hablan sin conocer primero.

Espero de todo corazón que el trabajo de este grupo no se detenga jamás, que ese entusiasmo, organización y pasión que vimos en el Festival Tu Corazón Florecerá siga adelante. Y por lo que vi, es seguro que así será pues la vida de Lisandro marcó de manera determinante a quienes pudieron convivir con él.

Quisiera que hubiera un grupo Sotz’il en cada comunidad guatemalteca, no hay nada peor que ir por allí sin saber quiénes somos. Los capitalinos estamos inmersos en un mundo tan artificial, tan impuesto, tan superfluo, no nos caería mal buscarnos debajo de todo esto que nos sepulta.

viernes, 1 de octubre de 2010

Ese círculo no se quiere cerrar



Es un hecho, ando de bajón. No había querido sondear que tan profundo era, hasta que anoche al terminar de ver una película (Crazy Heart para más señas), lloré como un bebé.

Así soy, ya lo he dicho. Emo, bipolar, ciclotímica, inconforme, malagradecida, loca pisada, you name it.


The weary kind

Your heart’s on the loose
You rolled them seven’s with nothing to lose
And this ain’t no place for the weary kind

You called all your shots
Shooting 8 ball at the corner truck stop
Somehow this don’t feel like home anymore

And this ain’t no place for the weary kind
And this ain’t no place to lose your mind
And this ain’t no place to fall behind
Pick up your crazy heart and give it one more try

Your body aches…
Playing your guitar and sweating out the hate
The days and the nights all feel the same

Whiskey has been a thorn in your side
and it doesn’t forget
the highway that calls for your heart inside

And this ain’t no place for the weary kind
And this ain’t no place to lose your mind
And this ain’t no place to fall behind
Pick up your crazy heart and give it one more try

Your lover's won't kiss…
It’s too damn far from your fingertips
You are the man that ruined her world

Your heart’s on the loose
You rolled them seven’s with nothing to lose
And this ain’t no place for the weary kind

martes, 28 de septiembre de 2010

Sobre EPA y la USAC


Me había resistido a escribir sobre EPA y la toma de la USAC, no quería caer en el error de los que hablan a la ligera sobre un tema complejo que les es ajeno. Pero no me resisto más.

Me importa mucho lo que le sucede a la USAC, además de educarme en todo sentido, me dio de comer por 10 años cuando fui parte de su personal administrativo. Era, espero que siga siendo, un excelente patrono, como los que ya no se encuentran ni en otras instituciones educativas. (Además de la jornada corta –de lunes a viernes de 7:30 a 15:00- y el mes y medio de vacaciones, estudiar fue más fácil pues por supuesto que las condiciones eran las mejores).

Eso que se llama vida universitaria es mucho más que ir a clases y ganar cursos para graduarse lo más pronto posible. Yo sé yo sé, padres y maestros es lo que quieren: se va a la universidad a estudiar, punto. Pero todo lo extra curricular es valioso también. Cuando salimos del colegio sin mayor experiencia en la vida, sabemos mucha teoría acerca de vivir pero no lo hemos hecho. Es por eso que estoy en contra de que las universidades sean una extensión del colegio, pero muchos difieren conmigo, sobre todo los patrocinadores de esos años de estudio. Eso lo comprendo.

Dentro de esas valiosas clases donde no se ganan puntos, está la experiencia de hacer política en el mejor sentido de la palabra. Elegir y ser electos para puestos que deben beneficiar a todos deja muchas enseñanzas que se trasladan a la vida adulta posterior.

Un amigo gringo quería conocer la USAC por su legendaria fama de rojilla y revolucionaria, pero se quedó con la boca abierta al presenciar sus elecciones. Los más extremistas, me dijo, eligiendo a sus autoridades y representantes de la manera más democrática que había visto. Yo le dije, no te creas todo lo que dicen de la USAC.

Nuestra universidad estatal es un país pequeño, es una réplica hecha a escala de Guatemala. No esperemos que sea una comunidad diferente a la que pertenecemos. Ha pasado por tantas etapas, como nuestra propia historia. Cada sancarlista vio un alma máter diferente según la década que le tocó vivir.

En la mía había estudiantes que se interesaban no solamente en su propio bienestar, sino que eran solidarios no solamente con sus compañeros sino con el pueblo en general. Éramos otra generación, no cabe duda. En esos tiempos, no había un solo EPA, había muchos, en cada Facultad. Por eso las cosas no se hacían de un plumazo, se escuchaba antes a los estudiantes y se llegaban a acuerdos.

Ahora me cuentan que la cosa está muy diferente. Ante la indiferencia de los estudiantes promedios, que son la razón de ser de toda la institución, los puestos de decisión los han ocupado personas no muy honorables. Sino vean la AEU de ahora, con los Gatos en la dirigencia dándole todo el apoyo al rector. Esos “estudiantes” (yo calculo que llevan unos 18 años en la USAC) no representan a nadie más que así mismos. Empezaron con el negocio de las fotocopias y ahora se están adueñando de muchas otras cosas. Pero no quiero ahondar en eso.

EPA es como un vestigio de lo que un día fue, como ese tizoncito que se resiste a apagarse pero que puede prender cualquier mecha. Yo sé, sus métodos y discursos parecerán trasnochados y extremistas para muchos, pero es gente que quiere hacer algo por su universidad. No quiero decir que tienen toda la razón, pero son los únicos que vieron algo que no convenía a la mayoría y decidieron actuar. Eso requiere valor.

La Universidad de San Carlos no debe estar en manos de políticos partidistas y profesores prepotentes, no se deben perder los espacios que a tantas generaciones de valientes estudiantes les costó ganar. El embrollo legal es complejo, lo sé, y muchos se sienten afectados en sus intereses, también lo sé.

Pero es el precio que se paga por pasar por las aulas con total indiferencia acerca del futuro de la USAC, pensando solamente en ese cartoncito que adorna oficinas y consultorios y no en la universidad que estamos heredando.

Tratando de ser optimista, me doy cuenta que si algo ha logrado este movimiento es que el tema se ponga en el candelero. Que se hable acerca del asunto, aunque los medios de comunicación hayan criminalizado de entradita a los inconformes, poniendo como los buenos de la película a los que se mueren por recibir sus clases.

Es interesante que ahora muchos estudiantes que ni siquiera sabían qué es una junta directiva y quiénes la conforman, ahora se han dado a la tarea de tratar de entender el asunto. Eso ya es una ganancia.

No sé cómo va a terminar el problema, yo espero que pacíficamente y con soluciones positivas para todos. Nuestra querida alma Mater se lo merece.