lunes, 30 de septiembre de 2019

De cómo reencontré al príncipe



(Texto escrito en octubre 2018 pero publicado el 30 de septiembre 2019 durante el luto por el Príncipe de la Canción).

Me preguntan por qué me gusta la música de José José, sí, el cantante mexicano que oían nuestras madres. Me dicen “¿a  ti, la rebelde de la generación X orgullosa de haber vivido el grunge, que creció en una tradición rockera?
Esta pregunta me remonta a bastantes años atrás. No, no me recuerda mis noches de karaoke con amigos periodistas, ni fiestas hipsters en el centro histórico.
En realidad me remonta a una noche lluviosa a principios de siglo cuando debía desalojar el departamento donde vivía en la 31 calle de la zona 12. Era el fin de una era para mí, renunciar a una vida muy cómoda y desenfrenada.
Imaginen la escena. Estábamos desmantelando el que había sido el hogar de un grupo muy peculiar de personas. La vieja y enorme refrigeradora se estaba descongelando para poder llevarla. Parecía llorar a mares, llenando de agua gran parte del comedor y la sala. Pero ya nada nos importaba.
Teníamos 24 horas para irnos.
Esto provocaba pesar a muchas personas, no solo a las 4 que todavía vivíamos allí. No era una mudanza feliz, por lo que no había mucho entusiasmo de hacer maletas. 
Allí había desembocado todo tipo de gente, de toda edad y costumbres, en ciertos momentos parecía una comuna hippie. Herencia de eso era un CD de José José que apareció por allí.
Era la época cuando se compartían MP3 y los que vendían discos piratas tenían unos con las 100 mejores canciones de X artista, estilo musical o época. Por alguna razón, allí entre nuestras cosas estaban Todos los éxitos del Príncipe de la canción.
Tengo que reconocer que al principio solo trajo a mi mente recuerdos de infancia, la mayoría no muy gratos. Las fiestas y borracheras de mis padres, también sus peleas y la melancolía de mi mamá. Me recordó al barrio y sus adolescentes enamoradas, los chismes que esos romances provocaban y mi deseo de crecer para enamorarme también.
Es mi visión de niña precoz queriendo crecer rápido y comerme al mundo.
Esos violines dramáticos y arreglos orquestales de las canciones de José José parecían sacados de una de las películas y telenovelas que miraban las mujeres encerradas en su casa. Todas (adolescentes, casadas y solteronas) parecían anhelar algo que se les negaba, algo que se les escapaba de las manos. ¿Amor, juventud, dinero, libertad, independencia, lujuria? parecían no saberlo.
La zona 5 de mis recuerdos es así, la escenografía de una película de los años 80s, donde yo era poco menos que un extra, alguien haciendo bulto.
Muchos años después, durante esa noche de mudanza en la zona 12, mientras bebíamos cerveza tibia porque la refri ya estaba fuera de servicio, el cielo tronaba y parecía caerse, algo hizo “crack” en mí. Tanto rock, tanta trova, tanta música de huelga y de protesta no habían logrado borrar esa fibra cursi, el barrio seguía latiendo en mí.
“Qué triste fue decirnos adiós, cuando nos adorábamos más, hasta la golondrina emigró presagiando el final”, se oía en la bocina y crecía la melancolía no sé si era por dejar esa casa donde fui verdaderamente libre, o por los amores fallidos que allí nacieron y murieron, o la incertidumbre de ir a una nueva casa y a una nueva vida.
El refugio más seguro siempre es la niñez, o al menos los recuerdos de esta. Allí estaba yo descubriendo que me conocía esas letras y que tocaban sentimientos que había querido olvidar. En ese momento yo estaba a punto de cumplir 30 años y aún trabajaba como secretaria pero que había publicado un libro y había obtenido reconocimiento por ello.
Tenía un pie en cada mundo, uno en el del proletario lleno de dramas que se gasta su quincena en borracheras inútiles. Pero el otro adentrándose a otro lleno de promesas.
Así José José me permitió vivir el drama que conllevaba ese momento. Dejé las cajas y los planes de empacar y nos fuimos bajo la lluvia cada quien por su lado, yo a un bar que estaba en la misma calle. Los cuatro habitantes de la casa creo que estábamos en el mismo dilema.
El dueño del bar, asombrado de que llegara empapada y sin ganas de hablar, fue paciente y aceptó poner a José José. Mientras al fin tomaba cerveza fría, recordaba cómo había llegado a esa casa luego de que mi familia estalló en mil pedazos.
De la zona 5 al epicentro universitario sancarlista, una relación que había empezado en los 90s cuando llegué a estudiar a Humanidades. Al inicio llegaba solo por las noches a clases pero luego conseguí un trabajo allí mismo pero en otra facultad. Así, ponía pie en la ciudad universitaria a las 7:30 de la mañana y me iba poco después de las 8:30 de la noche, muchas veces haciendo una escala en algún antro de las afueras.
Cuando pasé a vivir allí, mi mundo ya se redujo solamente a ese radio de acción. Al irme de esa casa era como cerrar el círculo a mi manera, así como soy yo, de manera definitiva pero extrema y decadente.
Como he dicho antes, contar lo que pasó en ese apartamento sería muy largo, tal vez algún día lo haga. Pero las bacanales eran tales que la dueña empezó a recibir muchas quejas.
Es más, debo reconocer que algunas de las residentes de nuestro apartamento se fueron porque no compartían ese estilo de vida. Recuerdo una vez que estábamos en el Tarro Dorado, que también estaba en la misma calle, y coincidió con un partido de la selección de fútbol.
Había optimismo en el aire porque iban ganando, cuando terminó el partido había tal euforia que todos empezamos a hacernos amigos. Por eso no dudamos en trasladar la fiesta al apartamento donde se volvió una escena digna de esas películas de fraternidad gringa.
La cosa se agravó porque para nuestra mala suerte, una de las residentes se apareció por la mañana con su santa madre. Aquello parecía el paisaje después del paso de un huracán.  A esas horas de la mañana de un sábado no teníamos mucha conciencia, por lo que no pudimos argumentar nada cuando la mamá visitante aseguró haber encontrado en un rincón un vaso lleno de orina.
Esa es apenas unas de las razones por las que nos debíamos ir, así como las bolsas de basura que dijeron encontrar destrozadas por gatos y perros dejando al descubierto botellas, chencas y preservativos. O cuando nos inculparon por un calzoncillo (usado) encontrado tirado por allí, cuando allí no vivían hombres.
Por eso las súplicas y negociaciones con la dueña para quedarnos no surtieron efecto, debíamos irnos y punto. Sentada en ese bar la noche antes de partir me sentía culpable por muchas cosas, pero además dichosa de haber vivido esa época. Estaba segura, y así fue, que fueron lecciones valiosas.
Porque también hubo amistad, amor, solidaridad, alegría, tristezas compartidas, pobrezas creativas, carcajadas y llantos. La puerta estaba siempre abierta para quien lo necesitara.
Ahora pienso que si la anciana no nos hubiera sacado, esa etapa se hubiera alargado innecesariamente. Pero esa noche no lo entendía, así que volví al amado departamento a seguir tomando cerveza tibia y el disco de José José siguió sonando.
Fue un duro despertar al día siguiente, sin haber empacado y con resaca. Ninguno de los que llegó alguna vez a la casa a beber, comer o a ponerse high estuvo allí para ayudar. Si no hubiera sido por los novios de mis compañeras no sé qué hubiéramos hecho, pasamos todo el día moviendo cosas con la ayuda de un pequeño pick up.
El condominio quedó feliz y tranquilo, las brujas nos fuimos. Pero nosotras sacudimos nuestras melenas y seguimos adelante. Pronto dejaría la USAC y me convertiría en periodista y empezaría una nueva etapa.
Veo atrás y agradezco la locura de esos años y, claro, la llevo conmigo aunque no se me note. Y me quedó el José José que luego me dediqué a cantar en karaokes kitsch con la Iglesia de José José conformada por periodistas y escritores, así como en las fiestas hipsters de Simplemente Rosita.



No hay comentarios: