miércoles, 15 de diciembre de 2010
Midiendo las palabras
La autocensura es como usar un corsé, queremos vernos bien, sin llantitas, sin redondeces. Queremos una cintura de avispa que provoque envidia. Pero algunos lo que escondemos son demasiadas carnes, demasiadas cicatrices, demasiadas vivencias. Aquella masa pugna por romper los lazos de seda, la estructura metálica, el delicado encaje. Quiere salir tal cual es, aquella piel pálida, que quiere disfrutar del sol que no le han dado.
Hay algo en nosotros que nos hace creer que lo que hacen y dicen otras personas de alguna manera nos afecta. Que la esposa representa a su esposo, que los hijos son el reflejo de sus padres, que los empleados son una extensión de las empresas, que los ciudadanos responden por el honor de la patria. ¿Por qué? Supongo que debemos ser muy seguros de nosotros mismos para no pedir que otros no nos hagan quedar mal.
Si mi marido fuera un chara que se quedara tirado, sentiría pena por él porque no querría que nada le pasara. Pero no sé si me daría vergüenza, si lo reprendería por hacerme quedar mal.
Si mi hijo, por aquello de la dialéctica, me saliera derechista daría un fuerte respiro y pensaría dos veces antes de sacarlo de mi vida o de querer hacerlo cambiar. Porque si es un derechista con argumentos bien planteados y que respeta a los demás, podría llegar a entenderme con él. Pero, ¿qué sentiría cuando los demás dijeran: vé, a la izquierdoza le salió el tiro por la culata?
Pero hay niveles y niveles de autocensura. Lo primero que sale de mi cabeza, oh sí mi gastada y golpeada cabeza*, no siempre es lo que realmente quiero decir. Supongo que mi pobre inconciente vomita cosas putrefactas que ni yo misma comparto. Por eso no debo compartirlas así tal cual son. Hay un filtro, un diálogo, entre mi yos. Luego convenimos las cosas que diremos. Claro, aquí todavía son barrabasadas que muchos no quisieran oír.
La literatura es magnífica para esto, pero aquí hay otro filtro, uno que me hace corregir lo mal escrito, los lugares comunes, las muladas (como diría Pérez Reverte, a quién le interesan mis aventuras de adolescencia y cosas parecidas).
Antes no me medía para nada, nunca. Eso me metió en problemas muchas veces. Ahora vivo en una cuerda floja todo el tiempo. Yo soy una buena persona, pero según quienes me quieren, también debo parecerlo. Lo que salga de mi boca, de mi teclado o de mi pluma debe hacerme quedar bien.
Pero me da la impresión que están pensando en ellos más que en mí. Es decir, mis opiniones no deben hacer pasar vergüenzas a nadie. Esto no es justo. Si a la gente temas como el aborto, las drogas, la homosexualidad, el ateísmo, el feminismo y el suicidio, por ejemplo, simplemente les choca, ¿qué culpa tengo yo?
No ha faltado quien me ha advertido que soy una persona pública, que debo pensar antes mis acciones (y palabras) por eso. Qué curioso. Nunca pedí ser una persona pública, yo solo quería escribir. Todo lo demás vino después.
Tal vez sería mejor que me atacara la temida locura, que borrara cualquier filtro. Que el corsé explotara, dejándome tal cual soy: excesiva, pálida y llena de rollos y cicatrices.
*mi cabeza es grande y algo cuadrada, muchos sombreros y gorras no me quedan, pero afortunadamente tengo un lindo cabello. Me he golpeado la cabeza creo que demasiadas veces, tantas que no sé cómo no me morí o quedé con problemas (bueno, de eso no estoy tan segura). Tres ejemplos. Una vez peleando una hamaca en un hotel de San Pedro la Laguna caí y me dí con el filo de una grada. Los presentes se quedaron por un segundo pensando que me había desnucado, cuando de pronto, como un resorte, me puse de pie y le gané la hamaca a mi amigo, que se quedó paralizado del susto. Meses después, en una noche de copas, un amigo quiso ayudarme a llegar al carro cargándome en su hombro, más no contaba que pesaría más que un muerto. Así que cuando le fallaron las fuerzas me dejó caer en el pavimento, donde mi cabeza rebotó dos veces. Perdí el conocimiento. Muchos creyeron que era mi fin, pero al día siguiente me reí mucho al ver las fotos (que tomó uno de los testigos), aunque en realidad no recordaba el evento.
Cuando mi hijo era un bebé que apenas se sentaba, estábamos solos y yo me preparaba para bañarlo. Sin darme cuenta, el baño se inundó y el agua llegó hasta donde estábamos. Cuando caminé rumbo a la cocina el agua me hizo trastabillar (como en las caricaturas), y caí estrepitosamente frente a mi bebé. Otra vez me desmayé, no sé por cuánto tiempo. Cuando desperté, Manuel lloraba desconsolado (deplano dijo mi mamá se rompió la madre).
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