
La primera mujer que conocí que había perdido un hijo fue mi mamá. No conocí a mi hermano Manuel y no entendía su tristeza, una que le ha durado toda la vida. Las fotos que atesora mientras se van desvaneciendo no tenían sentido para mí. Ese niño con zapatitos blancos no me hacía llorar como a ella, pero había algo en su mirada tan familiar, algo que ahora veo en mi propio hijo, Manuel.
Mi mamá siempre me lo decía (cuando llegaba de madrugada, no me ponía suéter, no comía comida sana) como una profecía: “Cuando seas madre me vas a entender”.
Yo era una chica dura.
Con el tiempo, cada una de mis amigas, mis antiguas compinches, fueron teniendo sus bebés. Curiosamente, al preguntárseles qué se sentía, no podían explicarlo.
Finalmente, el turno me llegó a mí. Aunque me cayó el veinte poco a poco, pude entender un misterio único: de ser el centro del universo y sus alrededores, me volví humilde testigo del surgimiento de una vida.
Por ahí anda un pedacito de mi corazón corriendo y sonriendo. Cuando se golpea, me duele a mí. Cuando brinca de felicidad y ríe a carcajadas, mi corazón parece hincharse hasta querer estallar.
Sólo mi mamá sabe que ahora por dentro soy un mashmellow que llora fácilmente, que no duermo si a mi hijo le duele algo, que no comprendo cómo pude ser tan dichosa de haber dado la vida. Sencillamente, ahora comprendo a mi complicada madre.
Por ahí alguien comentaba que antes la gente tenía tantos hijos, hasta 10 o más, porque de seguro la mitad se le morirían. La ciencia no tenía cura para muchos males infantiles, tampoco faltaban mortales accidentes. Pero ahora podemos suponer que tenemos todo para proteger a nuestros hijos, por lo que tenemos menos hijos e incluso, como yo, decidimos tener solo uno.
Perder a uno de esos tesoros que hemos amado y cuidado desde su concepción simplemente debe ser horrible. Todas las madres nos conmovemos ante cualquier colega que tenga que pasar por ese momento.
En los últimos tiempos lamentablemente he visto algunos casos. Confortar a los padres es imposible. No puedo evitar ponerme en sus zapatos. Creo que yo simplemente me volvería loca y ya no querría seguir viviendo. Es así. Es muy raro, todos hemos amado a alguien sin medida, pero el amor por un hijo va más allá, es sobrenatural. Es tan intenso que a veces no lo soporto.
Estoy escuchando una canción dedicada a Paula, la hija de Isabel Allende que murió, y no puedo dejar de pensar en la bella Manuela y el pequeño Diego Pablo. Me imagino sus cunas vacías y las lágrimas vienen sin querer.
Esas madres, como mi mamá, irán por la vida acunando a un hijo ausente, soñando con el día de su muerte para poder reencontrarse con él, como lo hace mi mamá cada día de su vida.