jueves, 31 de marzo de 2016
martes, 15 de marzo de 2016
No quiero que mi hijo llore porque tu hijo lo insulta
Desde que nació mi hijo también nació una sensación nueva para mí, presente cada día, a cada momento. Diez años y cuatro meses de tener una mezcla de preocupación, miedo, ternura y amor (premieteamor). Es difícil de explicar, es la sensación de haber adquirido una responsabilidad descomunal para la cual no sabes si tienes lo que se necesita.
Quizá no todos los padres vivan así, tal vez depende de cada personalidad. En mi caso años y años de vivir para mí misma hicieron que pensar que no podría ni siquiera mantener con vida a una cosita tan pequeña y tan indefensa. Por eso pasé de ser despreocupada a tomarme muy en serio mi nuevo papel.
Por unos seis años, dormí con una oreja “encendida”, cualquier ruido en el monitor me hacía brincar como un resorte en una fracción de segundo. Los primeros años los retos fueron las enfermedades, la alimentación, las travesuras y los accidentes.
Cuando eso pasó llegó una etapa de la cual no tenía idea: la interacción con el mundo exterior. Los primeros años en el colegio se caracterizaron por el cariño y la sobreprotección que mi hijo despertaba en los demás, por ser tan dulce y pequeño. También tuve que soportar que otros niños le introdujeran a cosas que yo le había ocultado, como las chucherías y las gaseosas, e incluso le compartieran alguno que otro “animalito” en su cabeza.
Tener un hijo parecía una oportunidad de poner en práctica los ideales, de aportar en algo a este mundo. De enmendar los errores que habían cometido en nosotros, de corregir el rumbo. Así que nos hemos esmerado en inculcarle lo que creemos lograría ese cometido.
Pero conforme creció las cosas se complicaron pues los niños empezaron a dar a conocer sus personalidades, enriquecidas y también “contaminadas” por los adultos que los rodean. Así como llevan su alegría natural de niños, su curiosidad y compañerismo, también llevan sus prejuicios, la prepotencia y la violencia en la que han crecido. Resultado: como dice la gente, los niños pueden ser crueles, y vaya si no lo son.
Así que de repente, de la noche a la mañana Manuel empezó a ser blanco de burlas y chistes. Y, sí, empezó a retumbar en mi cabeza esa palabra tan mediática ahora, cual peste o epidemia que se quiere evitar: bullying.
Mi hijo, como todos los niños, es especial. Es creativo y se apasiona en extremo por un tema a la vez. Ama los videojuegos y le gusta expresarse con el cuerpo y bailar al ritmo de las canciones que él mismo inventa. No le gustan las actividades deportivas ni violentas. Pero su mayor “problema”, según los otros niños, es que no es tan alto como el promedio. Además, según nos han explicado, todavía es bastante fantasioso e infantil, cada niño crece de diferente manera. No dudo que a veces es difícil de manejar y de persuadir.
No me lo esperaba, en mi ingenua cabeza pensaba que el colegio era su oportunidad de divertirse, aprender y hacer amigos, pues al ser hijo único el resto del día se la pasa acompañado de adultos. Mi ilusión terminó cuando regresó triste y me preguntó por qué era “tan pequeño” que se burlaban de él. Me quedé fría. Busqué mis palabras con cuidado para explicarle la situación, pero no le sirvió de mucho consuelo.
Me duele solo escribir que ese fue solo el principio, han sido al menos tres años de escucharle con un nudo en la garganta contar todo tipo de insultos e incluso ataques físicos del que ha sido víctima. Pero desde hace unos ocho meses la cosa se ha agravado.
Me toca ser comprensiva y darle un enorme abrazo y un beso, cuando lo único que quiero es llorar y romper algo. Hablamos y hablamos, parece sentirse mejor, cuando vuelve a sus solitarios juegos me escondo para lloriquear y maldecir.
Toca meditar y pedir opiniones a expertos, leer mucho y buscar orientación. Hablar en el colegio no ha dado mucho resultado, al parecer controlar este fenómeno está fuera de su alcance. Es más, insinúan que nosotros debemos hacer algo con respecto a nuestro hijo, dando a entender que él es quien tiene un problema.
Podría escribir miles de palabras para desahogarme acerca de lo inconforme que estoy, como todos, con el sistema escolar, pero no tengo energías. Lo tengo en ese colegio privado (Lehnsen) porque gente que estudió en otras épocas allí nos lo recomendó y porque nos queda frente al edificio pensando que así tendría calidad de vida, pero quizá hemos sacrificado la calidad educativa.
Otros colegios quizá son mejores en cuanto a la academia pero son religiosos y exageradamente estrictos, dos cosas que no me gustan para nada. Me han hablado de colegios que son buenos pero que están muy lejos y los que realmente me gustan, por sus métodos educativos y por ser más humanísticos, son simplemente imposibles de pagar.
Me siento muy confundida y frustrada. Algunos me dicen que lo que le está pasando es normal, otros que le enseñe a ser igual a los demás incluso en cuanto a la violencia, otros que lo cambie de colegio. También me dicen que vaya a la PDH, a la DIACO y con especialistas. Claro, también hay momentos en que me pregunto a mí misma ¿qué he hecho mal?
La cita “It takes a whole village to raise a child” (yo lo traduzco como “toma un pueblo entero educar a un niño) es cierta, pero en la realidad los padres nos sentimos solos. Ni el sistema de salud, ni de educación funcionan bien, ni siquiera las calles son seguras y la indiferencia es generalizada.
Por otro lado, al ver ciertas conductas me imagino a los niños recibiendo insultos, golpes y indiferencia en sus casas, o presenciándola, por lo que acumulan toda esa energía negativa que luego van a descargar al colegio. Al final son el reflejo de sus familias y de su sociedad. Entonces me doy cuenta que es un problema mucho más complejo que en la práctica es manejado por maestras y personal sin capacitación ni motivación, pues los hacen trabajar largas horas por un sueldo bajo ya que la educación en los colegios es un negocio. Está hechos para rendir ganancias a los dueños principalmente, no para ayudar a formar a seres humanos felices. Porque, eso sí, aunque mi hijo prefiera no salir al recreo para que no lo molesten y tenga temor de ir al baño debemos pagarles hasta el último centavo, incluyendo colegiaturas y otras cosas no precisamente necesarias, como un show de talentos en un teatro alquilado y una cuota para empresarios juveniles.
Duele la impotencia que se siente al darse cuenta que aunque pensemos diferente y queramos educar de otra manera a los hijos, es inevitable estar inmersos en una sociedad problemática donde la calidad de la educación no es una prioridad, menos la felicidad de los niños.
Entiendo que debo dejar que crezca y madure, y que en ese camino son necesarios los golpes y cierta frustración. Sé que hay cosas que no puedo ni debo controlar pero me aterra que se cruce la línea y se llegue a un abuso que traiga consecuencias irreparables.
Lo cierto es que cada tarde lo espero con los nervios de punta, con temor de oír lo que le han dicho o hecho esta vez. No quiero que responda igual, no quiero que sea como ellos, sino que exija respeto y el sistema lo apoye. Pero también quiero que esto termine, que sea feliz. ¿Es mucho pedir?
martes, 1 de marzo de 2016
Los pezones de la discordia
Tener un bebé recién nacido es una experiencia complicada, hermosa sí, pero llena de achaques en un cuerpo que apenas se recupera de haberle dado vida a otro ser humano. En medio de suturas, hormonas locas y trastornos del sueño, una está con el pendiente de que “baje” la leche porque es lo mejor que podemos darle a nuestro pequeño hijo. Lo oímos de los médicos y de las masivas campañas a favor de la lactancia materna, así como de madres, tías, abuelas.
Es lo más natural, te dicen, lo necesita para tener mejores defensas, te aseguran. Es un deber de la buena madre. Pero el asunto es bastante complejo, sobre todo para las primerizas.
Simplemente amé darle el pecho a mi hijo, es una experiencia sin comparación. Los muchos libros que están disponibles en el mercado, y en la internet, dicen que el bebé al nacer no sabe que ya no es parte del cuerpo de la mamá y depende totalmente de ella. Estudios serios dicen que los bebés humanos nacen sin estar listos, porque no pasarían por el canal del parto, así que la gestación continúa afuera. Los primeros meses realmente los dos seres están unidos por los sentimientos más fuertes que he conocido.
Según los mismos libros, se suponía que al nomás nacer debían darme a mi bebé para prenderlo de mi pecho y así estimular la producción. Pero ni me preguntaron y le dieron su “pacha” recién salidito de mí. ¿Han visto la boquita de un recién nacido? Es una minúscula máquina succionadora, los mismos libros dicen que por un buen tiempo ese prodigio será su comunicación con un mundo nuevo y aterrador para ellos.
Antes de tener un hijo sentía que los pechos eran más o menos sensibles, sobre todo en ciertos días del mes, pero en general eran algo que simplemente estaba allí.
Conforme avanzaba el embarazo empezaron a cambiar, sobre todo en su tamaño, temperatura y aspecto. Las areolas se oscurecieron y unas venas nunca antes vistas surgieron de la nada. Como otras partes de mi cuerpo, sin previo aviso dolían como si estuvieran electrificados y al tocarlos estaban calientes. Uno empieza a sentir que no tiene control de nada.
Me dieron consejos durante el embarazo para que me “hiciera” los pezones más grandes y duros para dar de mamar, pero no hice nada más que todo porque eran “ejercicios” bastante dolorosos.
Muchas mujeres, por si no lo sabían, tenemos pezones diferentes. Yo tengo uno que es plano, hay otras que lo tienen totalmente invertido. Quienes tienen los pezones normales al estimularlos forman una perfecta boquilla de la cual se prenden las ávidas boquitas succionadoras.
Pero con uno plano o invertido, sin importar la estimulación tal “boquilla” no existe, apenas hay una protuberancia con un agujerito. Los pechos empiezan a crecer y a subir todavía más su temperatura, venas y sensibilidad, es obvio que la leche está lista para salir, pero pareciera que el conducto de salida apenas permitirá que salgan gotas.
Pues allí estaba yo, días después de salir del hospital con un bebito hambriento y unos pechos turgentes, lista para llevar a cabo una acción tan primitiva como hermosa. Pero no sabía cómo hacerlo, no crean, es difícil encontrar un estilo, una postura que favorezca a la mamá, al bebé y a la salida del alimento. Cuidando todavía una dolorosa cesárea, o sea una herida de unos 10 centímetros, aquello llevó muchas horas e intentos.
El niño lloraba sin parar con ese llanto tan característico de los recién nacidos, lo cual me parecía que estimulaba más todavía la producción. Pareciera que con la ayuda del olfato sienten que el pecho, y el alimento, está cerca e inician una búsqueda desesperada. Pero para nosotros fue complicado, en parte porque no podía acomodar su boquita y su hambre en un pezón “sin forma”, y empezaba su llanto otra vez. Y a veces el mío también. Y los pechos se desbordaban con sendas lágrimas blancuzcas y pegajosas.
En mi dormitorio desfilaron varias mujeres, libros y consejos para lograr el objetivo, enumeraban las muchas técnicas que existen. Y nada. Debido al insomnio y las hormonas que no terminaban de acomodarse, mi desesperación era mayúscula e incluía temores de que la leche cuajaría dentro de mí, o peor, que los pechos estallarían o reventarían como globos con agua.
Un día estaba sola comiendo en la mesa porque, oh sí, el hambre de una mamá que produce leche es voraz. Mi bebé estaba junto a mí en su moisés con ruedas y empezó a llorar de hambre, como cada 2 ó 3. No había intentado darle pecho en otro lugar que no fuera mi cama, pero pensé que probaría sentada en una silla.
Esta vez él estaba más decidido que yo pues sin esperar que lo pusiera de forma horizontal, como se supone debe ser, estando como quien dice “hincado” se prendió de mi pezón más grande. Y allí ocurrió el milagro, sentí cómo salía la leche de mí y entraba en su boquita. La cara del bebé que toma su pecho es de concentración, de felicidad, de gozo. Hasta la respiración le cambió porque al parecer la leche salía a borbotones.
He buscado la forma de describir con palabras lo que se siente y me ha sido difícil. Es una experiencia de unión total, la madre primitiva en una se siente satisfecha de darle algo tan puro y sano que sale de su cuerpo y que el hijo espera y recibe feliz. La sensibilidad de ambos pechos me cambió, sentía un cosquilleo nuevo, rico, que no venía precisamente de afuera sino desde dentro. Era el momento de los dos, a veces nos quedábamos dormidos él con el pecho entre sus manitas y yo con una sonrisa en los labios.
Pero no todo es lindo. Hay dolor, escozor, heridas y más dolor. Hay que curar uno de los pechos y dar solo uno, luego curar el otro. Esto provoca que se tengan pechos notablemente diferentes entre sí y una incomodidad difícil de explicar.
Pero está claro que la mujer moderna no vive encerrada en su casa, pasada la cuarentena de rigor suele volver a su vida habitual y allí la cosa se complica aún más. La leche se sigue produciendo, a veces mancha la ropa, además yo sentía que mis pechos no cabían en ninguna blusa, incluso estorbaban por su tamaño.
A pesar del hambre voraz que ya mencioné, hay que cuidar lo que se come. Se debe seguir una dieta especial para que la leche no cambie de sabor ni afecte la digestión del pequeño ser que apenas está estrenando su sistema digestivo. Aunque una añore un puyazo con chimichurri y pan con ajo, con una cerveza helada, debe seguir las indicaciones al pie de la letra. Eso es fuerza de voluntad.
La producción de leche sigue si se sigue estimulando y el hambre de los pequeños no se detiene jamás. Así que hay que hacer todo el ritual en donde uno se encuentre, ya sea en su casa o la de alguien más, un restaurante, el carro, un centro comercial, un parque. La operación entonces se vuelve un poco más complicada y encima está el factor de las miradas curiosas. No es que una quiera andar sacando el pecho en cualquier lugar, es una necesidad y un deber.
Por donde se le vea, es una situación nada sencilla y, sobre todo para las primerizas, estresante hasta cierto punto.
Solo di pecho seis meses, el tiempo mínimo para darle los beneficios. El trabajo periodístico que a veces me llevaba a coberturas nocturnas no me permitió seguir. Fue difícil la separación de su boquita y mis pezones chuecos, pero ya bebía de esa leche carísima de bote que cualquiera que lo estuviera cuidando podía preparar.
Aquellos imponentes pechos, llenos de calor, venas, color y vida, fueron reduciéndose poco a poco. Lo que nunca se fue, eso sí, fue esa sensibilidad que me recuerda que con ellos alimenté a mi hijo. Cuando veo a una mamá amamantando siento ternura y también envidia.
Por eso me indigno al ver que las personas rechazan a las mamás que dan pecho en público. No entiendo, en una sociedad hipersexualizada donde el cuerpo de la mujer es usado para vender productos por doquier sin que nadie diga nada, resulta que es ofensivo que una mamá saque un pecho y alimente con amor a su hijo.
He visto videos donde la gente de la manera más abusiva les pide que se vayan, ¡no lo puedo creer! También he oído a mujeres que dicen dar pecho en público está mal ¿y la sororidad? A mí no me pasó pero puedo imaginar lo tristes que se han de sentir quienes reciben tal rechazo.
Hay una gran contradicción y dilema en este tema, te dicen que hay que dar de amamantar pero ¿en secreto? ¿sin que nadie se entere? ¿las madres lactantes deben vivir aisladas, sin salir, sin trabajar, sin tener vida social?
Mi solidaridad para ellas, y mi aplauso para las campañas que ciertos restaurantes hacen para permitir que las madres no solo entren a amamantar sino que además les ofrecen una bebida gratis. Quizá poquito a poquito vamos cambiando las cosas.
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